"1999: el asalto a Buenos Aires"

El corazón del universo late aquí donde, por suerte, todo está perdido. Aquí la guerra ha terminado y el guerrero vencido puede descansar. Aquí la sabiduría no existe y el sabio puede ignorar. Aquí el amor s una carta que las miradas jamás se escriben. Aquí podés abandonar tu libreto porque el teatro está vacío. Aquí podés hacer dormir tus planes porque el vacío ilumina lo único que hay: nada.
Hace veinte mil millones de años que esto es así. El sistema solar es un campo de concentración nazi donde los planetas circulan atrapados por los grilletes de sus órbitas. Y el primer pez fue un asesino en cuanto tuvo hambre.
Estás aquí, donde todo te resulta gratis porque el sol se quema a sí mismo como un bonzo que se suicida por tristeza. Donde las sonrisas siempre terminan en puñaladas. Donde la noche miedosa deja corretear el misterio hasta que la maldición del día lo ilumina con sus preguntas.
Aquí, donde los locos han esposado esposas al esposo, donde han madreado hijos para padrearlos, donde envejecen niños para que adulteen; en este colegio de atrasados mentales, donde el ángel aprende a leer y escribir las leyes que prohiben volar.
Aquí, amigo, donde compartimos lo que nos robamos, donde mentimos lo que ignoramos. Hacia aquí venimos. Donde no esperamos a nadie ni nadie nos vendrá a buscar.
Aquí, donde vos sos el único brillo que nadie podrá percibir.
Enrique Symns - “Invitación al abismo”

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Así comienza, en el libro 
"Invitación al abismo", el capítulo titulado "El odio es una pistola fría".

Allí, entre otros artículos, se puede leer una selección de episodios del folletín 
"1999: el asalto a Buenos Aires", publicado originalmente en el diario "Sur" entre el 15 de junio y el 4 de agosto de 1988.

A partir de aquí, publicaré esos textos, manteniendo el orden en que aparecen en el libro.






1) Síndrome Londrina

Londrina (golondrina, en castellano) era y es aún hoy una pequeña ciudad al suroeste del estado de San Pablo. Sus -en aquel entonces- cincuenta mil habitantes eran en su mayor parte trabajadores “golondrinas”, es decir, agricultores u obreros de la construcción que viajaban de una localidad a otra, siguiendo el viento de las temporadas. La población de Londrina estaba formada por un contingente de viajeros que por una causa o por otra decidieron convertir la ciudad en su residencia. La quiebra financiera internacional que estalló a fines de los 80 arrastró a los londrinenses (igual que a la mayoría de los braileños) a la más brutal de las miserias. No hubo antropólogos que se dedicaran a estudiar los motivos por los cuales el mayor escándalo de la historia delictiva del país se produjera justamente allí.

El 13 de diciembre de 1995, el hacendado Joao Gonzaga de Alves asentó una increíble denuncia en la ciudad de Assis (a pocos kilómetros de Londrina). Ante el escepticismo de los oficiales de guardia, Gonzaga de Alves relató que había sido secuestrado en su ciudad natal, Londrina, por un grupo de delincuentes, quienes desvalijaron su casa, cuatrearon su ganado, lo despojaron del dinero acumulado en su cuenta bancaria y le sustrajeron dos automóviles, además de otros valores. Al efectuar la denuncia en la delegación de Londrina, el anonadado ganadero, quien esperaba encontrar protección y aistencia, fue brutalmente golpeado por las fuerzas del orden. El trámite culminó con una concreta amenaza de muerte en el caso de que continuara esparciendo “falsos rumores sobre honestos ciudadanos”.


Gonzaga de Alves vivió una semana de pesadilla. Era vigilado por los vecinos día y noche, su teléfono estaba interceptado y habitualmente lo visitaban desconocidos que reiteraban las amenazas. Comprendió que era prisionero en su propia ciudad.


Astutamente, el ganadero simuló aceptar incondicionalmente las reglas de aquel cautiverio y, luego de un minucioso plan, el 12 de diciembre logró fugarse a la ciudad de Assis. No transcurrió mucho tiempo desde el momento que sus declaraciones fueron tomadas con incredulidad en la delegación de Assis hasta que se desató el escándalo. El 5 de enero de 1996 el presidente Brizzola ordenó una completa investigación. La ciudad de Londrina fue intervenida por autoridades federales y los resultados de la investigación destaparon un complot de vastos alcances. No sólo la policía de la ciudad sino también el alcalde, los concejales, comerciantes, profesionales, empleados del gobierno, conductores de transporte público y hasta simples obreros formaban parte de la organización criminal cuyas actividades abarcaban todos los rubros: pirateo del asfalto, tráfico de drogas, estafas, robos, falsas compras de equipamiento, secuestros extorsivos, etcétera. El juicio nunca culminó. Fueron detenidas y procesadas más de trecientas cincuenta personas, de las cuales terminaron condenadas con distintas penas cincuenta y seis de ellas. La prensa brasileña recibió la orden de silenciar el tema y las propias agencias imperiales se unieron al pacto de silencio.


Una leyenda popular de gran raigambre narra que Harfusch, alias El Libanés, sentado en una mesa del bar La Olla, en San Agustín -un pequeño pueblito de la provincia de Buenos Aires a pocos kilómetros de Coronel Pringles-, leyó una extensa nota publicada por el matutino Sur, aparecida el 15 de enero de ese año, sobre los acontecimientos de Londrina. Dicen que a raíz de esa lectura fue que ese día Harfusch tuvo la idea. El Síndrome Londrina, como una nueva enfermedad contagiosa, empezaba a extenderse


Enrique Symns - “Invitación al abismo”








2) La Olla del diablo

Transcurridos ya casi veinte años de los episodios de Londrina -ciudad brasileña donde gran parte de sus pobladores se confabularon para vivir del delito-, es posible afirmar que se convirtió en el hito histórico merecedor del apelativo “Síndrome Londrina”, con que fue denominado cada episodio similar acaecido en el resto de Latinoamérica.


No sólo se desconstituyeron todos los roles de poder -ya que policías, profesionales, operarios, comerciantes y políticos trabajaron juntos en la conspiración- sino que, además, surgió un nuevo concepto de mafia. Para Jacques Moncassin, “(...) después de Londrina es necesario crear una nueva palabra. El término 'delincuencia', cuando adquiere proporciones tan universales, deja de ser eficaz”.


A pesar del pacto de silencio de la prensa internacional, Londrina se convirtió en una enfermedad social más contagiosa que el sida y cundió por los países del Tercer Mundo.


Fue el caso de San Agustín, una población de diez mil habitantes al sur de la provincia de Buenos Aires, el que adquirió las connotaciones más graves.


En el bar La Olla, frente a la estación de trenes de San Agustín, una fría tarde de agosto de 1998 se realizaba a puertas cerradas la más inquietante de las reuniones que el pueblo contara en sus anales. Convocados por Harfusch, El Libanés, se hallaban allí reunidos los más importantes personajes del pueblo: el intendente, el comisario, médicos del hospital regional, comerciantes y hampones. Harfusch formaba parte de una nueva casta de líderes espontáneos que se estaba gestando en muchos pueblos del interior del país.


Palestinos, libaneses, iraníes y demás desterrados después de la denominada Guerra Final (marzo 1996 – diciembre 1996) en la que Israel impuso su definitiva hegemonía sobre los territorios en disputa, formaron una corriente migratoria de siniestras características. Eran hombres para los que la muerte no significaba gran cosa. Harfusch, nacido en una aldea en la frontera con Siria, había conseguido fugarse luego de perder a toda su familia en una de las diversas extensiones de aquella guerra.


Llegado a la Argentina, vagabundeó por la provincia como vendedor ambulante hasta instalarse al poco tiempo en San Agustín, donde fue casi inmediatamente reconocido como líder por su conducta solidaria y la audacia de sus proyectos. Harfusch formó una pequeña mafia con los comerciantes de la zona. Si Londrina había sido el resultado de una explosión espontánea de rebeldía ante el hambre y la desocupación, San Agustín fue consecuencia de un plan minuciosamente urdido. Al club inicial de veinte integrantes, con velocidad geométrica, se fueron incluyendo al cabo de unos meses más de seiscientos agustinenses. Seiscientas familias honestas se pasaron de un día para otro al bando del delito.


Pero esa fría tarde de agosto, en el bar La Olla, la organización -que ya contaba con mil cuatrocientos integrantes- se encontraba enfrentada a un serio problema. En seis meses de evadir impuestos, saquear turistas en trenes y colectivos de larga distancia, cuatrerear ganado en poblaciones aledañas, las arcas de la mafia agustina se habían incrementado notablemente y, mientras el ingreso normal de cualquier habitante de la región era de treinta dólares per cápita, el de los agustinenses superaba los trescientos. El aumento de confort de los agustinenses se hizo visible para los pobladores de ciudades cercanas: Coronel Pringles, San Antonio Oeste y Tandil fueron los cubiles del rumor.


El gobierno central no demoró mucho en enviar una comisión investigadora. Y esa tarde, en el bar La Olla, se tomaba una decisión importante. Londrina había sido una experiencia pacífica, pero por perdonar la vida de un testigo los conspiradores fueron descubiertos y arrestados. Esa tarde, en San Agustín, se decidía el asesinato.


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3) La Masacre de San Agustín

La falta de suministros, la desconexión aguda del gobierno central con los problemas del interior y el creciente escepticismo ante una democracia que demostraba mes tras mes ser más declamativa que real, conformaban la trama climática de una inestabilidad crítica a mediados de 1998. La represión se amparaba tras la fachada de una legalidad defendida a ultranza. Los delitos contra la propiedad podían ser castigados hasta con la pena de muerte si estaban acompañados por secuestro o asesinato. Fue así que el gobierno se inquietó ante las denuncias y rumores sobre los supuestos delitos que se estaban cometiendo en San Agustín.


El 14 de septiembre de 1998 partió hacia esa ciudad una comisión bicameral. La comitiva también incluía periodistas, agentes policiales y empleados administrativos: un total de veinte integrantes.


Fueron recibidos con todos los honores en el municipio de San Agustín y las autoridades locales se pusieron a entera disposición de los investigadores.


El 18 de septiembre fue viernes. Pero no era viernes. La actividad normal de la ciudad se fue alterando a medida que transcurrían las horas. Como si un invisible telégrafo estuviera transmitiendo, al anochecer todos los pobladores se encerraron en sus casas. Los bares y clubes se cerraron. El baile del fin de semana fue suspendido. A las diez de la noche las calles estaban desiertas. Solamente andaban los matadores. Nunca hubo un relato oficial de la matanza. Roger Philips, autor del best-seller Argentina, la marabunta de la historia, recoge un testimonio anónimo:


“La decisión del asesinato masivo -dice el autor- fue tomada en el bar La Olla, unos días antes, por una votación de 1.230 votos a favor y 123 en contra. Fueron las elecciones más originales de que se tenga memoria: se votaba por el sí o el no al asesinato. Harfusch, El Libanés, y seis de los matones que siempre lo acompañaban fueron los encargados de realizar el trabajo sucio. Pero los asesinos eran 1.230 ciudadanos. Cuatro de los diputados, dos periodistas y tres custodios fueron detenidos en un camino de tierra cuando regresaban de interrogar a un falso testigo. Se simuló un procedimiento rutinario de control de automotores. Fueron fusilados a la vera del camino; los que intentaron huir fueron perseguidos y rematados en el campo”.


Según Philips, los matarifes regresaron a la ciudad para completar la tarea ya bien entrada la noche. El resto de la comitiva estaba reunida en el hall del Hotel San Agustín: miraban televisión o trabajaban en pequeños grupos. Fueron asesinados uno por uno sin que pudieran oponer la menor resistencia.


La Comisión San Agustín se esfumó literalmente de un día para otro.


Con increible audacia, los sanagustinos anunciaron a los medios informativos de la Capital que los integrantes de la comisión habían partido hacia Buenos Aires en la mañana del día 19.


Una semana después, mediante un decreto, se solicitó la intervención del ejército. El 6 de octubre partieron cincuenta efectivos de infantería con orden de destituir provisionalmente a las autoridades de San Agustín, hasta asegurar las condiciones de seguridad para que asumiera una intervención ya designada. Se iniciaba la guerra.








Enrique Symns - “Invitación al abismo”








4) La guerra de los paisanos

A raíz del incremento descontrolado de una nueva y feroz delincuencia y del surgimiento de conflictos sociales de impredecible continuidad, el gobierno creó un cuerpo de combate especial. Lo llamó Ejército Constitucional Federativo (ECF) y le dio autoridad operativa en todo el país. Eran el terror de las pandillas organizadas que asolaban el Gran Buenos Aires y también de los piquetes de huelguistas y manifestantes de todo el país.


Sin considerar el real calibre del enemigo a enfrentar, el 6 de octubre de 1998 el grupo de cincuenta comandos partió a cumplir con su misión. Además de los experimentados combatientes llevaban dos carros de asalto, ametralladoras pesadas y los nuevos fusiles M46, popularmente denominados Terminador ya que disparaban por un sistema de microcomputación casi sin participación del tirador. El Ejército Constitucional Federativo -más conocido como los “Pumas de Acero”- entró triunfalmente en Coronel Pringles. Los efectivos militares recibieron una bienvenida fría y distante de los lugareños.

El 8 de octubre partieron hacia San Agustín, distante apenas 13 kilómetros de Pringles. Nunca llegaron a destino. A cuatro kilómetros de San Agustín, en una curva conocida como “la Curva del Zorro”, cayeron en una trampa casi infantil, pero eficaz por lo inesperada. La prensa internacional la llamó “La Batalla de los Treinta Minutos”. Los paisanos, simplemente “La Guerra del Zorro”. Unas vacas atravesando la ruta detuvieron la caravana. Los árboles, los arbustos inventados y las fosas cavadas junto al camino sirvieron de refugio a una multitud de paisanos, hombres de campo y comerciantes que ese día trabajaron de francotiradores. La batalla duró menos de treinta minutos. En los primeros cinco, la mitad de los efectivos militares fue eliminada, antes de que se produjera alguna reacción.


El New York Times afirmaría unos días después que el armamento utilizado por los paisanos provenía de Honduras y que los francotiradores usaron las ametralladoras Rascolnikoff 12 de origen soviético. Salvador Aón, lugarteniente de Harfusch, declaró a la prensa: “Usamos los chumbos y metras que afanamos de comisarías y cuarteles”. Lo cierto fue que treinta minutos después de disparado el primer tiro, los Pumas de Acero se rindieron. Quedaban con vida apenas once soldados. Los paisanos acusaron dieciocho muertos y veintitrés heridos. Los prisioneros fueron alojados en el Hotel San Agustín.


El escándalo internacional no pudo evitarse. Desde Buenos Aires a La Quiaca, desde Bolivia hasta Mozambique, la Guerra del Zorro fue motivo de polémica para toda la humanidad. Los ojos del mundo enfocaron San Agustín.


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5) El rey del mundo

Mientras estos sucesos alteraban profundamente el orden y la dirección del viaje de uno de los países más importantes de Latinoamérica, en los Estados Unidos -cerebro del imperio, cuya convicción más inconsciente y misteriosa impulsaba al hombre más allá de los límites de la gravedad terrestre- se puso en estado de alerta a dos de sus más recientes creaciones: Osiris I y Osiris II. Los llamaban los Cerebros Planetarios; eran dos supercomputadoras.


Embutida en un gigantesco satélite que orbitaba la tierra, Osiris I era la más inteligente computadora jamás construida. Contaba con doscientos “sentidos” en una clara demostración de superioridad sobre la especie humana, apenas portadora de no más de siete sentidos receptores de estímulos. Estos sensores eran los doscientos Horus, pequeños satélites con capacidad de alimentar el cerebro de Osiris I con más de quinientos mil datos por minuto. Los Horus espiaban, escuchaban, fotografiaban, realizaban estadísticas y sintetizaban probabilidades de todos los sucesos que acontecían en el planeta. Podían escuchar cualquier conversación aún cuando se efectuase en un susurro, si se lo proponían. Osiris I, como un auténtico Dios, era omnipresente, estaba en todas partes al mismo tiempo. Era la conciencia planetaria y en su cerebro estaba contenido el futuro humano probable en los siguientes diez años.


Osiris II, ubicada en algún lugar supersecreto del territorio americano, transformaba esa información en táctica cotidiana de acción. Gobernar el mundo era escuchar a Osiris.


Cuando se le ordenó a Osiris I que dirigiera todo su arsenal perceptivo hacia San Agustín, la computadora demoró menos de veinticuatro horas en insinuar la estrategia. El gobierno aceptó sumisamente las órdenes divinas de Osiris. Se modificó el lenguaje periodístico y los “subversivos” pasaron a ser “víctimas de la crisis social”. Se realizaron conmovedores llamados a la unidad nacional y, auspiciado por todas las casas provinciales, se realizó en la ciudad de Córdoba un festival en el que participaron los artistas populares de mayor renombre en el país. Más de doscientas mil personas se reunieron a cantar por la paz. La banca internacional otorgó un crédito de diez mil millones de dólares al gobierno argentino.

Los últimos días de enero de 1999 encontraron al país dispuesto a deponer toda acción violenta. Pero la situación de San Agustín debía ser resuelta. Los rebeldes no entregaron sus armas ni hicieron signos de resignar el gobierno de facto. La noche del 7 de febrero, en absoluto secreto, quinientos efectivos concentrados en Bahía Blanca partieron hacia San Agustín.






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6) Nace una leyenda

El Operativo Honor se realizó manteniendo en absoluto anonimato a los efectivos que en él participaron. Esa misma noche los quinientos soldados fueron transportados a Coronel Pringles, tomaron la ciudad y cortaron toda comunicación con San Agustín. Antes del amanecer, los comandos entraron en San Agustín tomando por sorpresa a los rebeldes que, inexplicablemente, habían relajado la vigilancia.

Más que una batalla fue una matanza. El bar La Olla, cuartel general de los subversivos y símbolo nacional de la rebeldía, fue demolido. La estación de trenes y la comisaría también fueron destruidos. Los rebeldes se acantonaron en el Parque Nacional Lucio Miranda, en las afueras del pueblo, y allí fueron cazados y fusilados uno por uno. Harfusch, alias El Libanés, jefe supremo de los rebeldes, fue eliminado al mediodía. Su lugarteniente, Salvador Aón, logró escapar en la confusión del combate y es su testimonio quizá parcial el que recoge Roger Philips, en su libro Argentina, la marabunta de la historia: “No es cierto que mataran a mujeres o a niños. Todo lo contrario. Se cuidaban muy bien de no herirlos. A los hombres sí, les daban con todo. Te fusilaban donde te encontraban, estuvieras armado o no. León (Harfusch) estaba mal herido pero vivo cuando lo capturaron. Un oficial le tomó el pulso y luego, con mucha calma, sacó su pistola y lo remató”.


Las cifras oficiales fueron de veintiocho muertos y setenta y cinco heridos. Según Philips, hubo más de doscientos muertos y no menos de quinientos heridos. Pero el arsenal que los rebeldes habían capturado en el combate de la Curva del Zorro no fue recuperado.


El titular del diario Clarín del 9 de febrero de 1999 era espectacularmente triunfalista: “La guerrilla fue exterminada”. Los noticieros televisivos agotaron a los espectadores con interminables reportajes a los nuevos héroes que habían aniquilado el foco subversivo.



Sin embargo, el embajador Millar de los Estados Unidos transmitió al gobierno argentino su desagrado por la represión desatada. Los dioses Osiris, las supercomputadoras que vigilaban el mundo, pronosticaron un aumento cuantitativo de la violencia social.


Al cabo de un par de semanas del Operativo Honor, León Harfusch se convirtió en héroe popular. En el imaginario colectivo su figura pasó a ser una combinación ideal entre el Che Guevara y el general Perón. Las radios pirata que pululaban por todo el país comenzaron a transmitir programas de carácter francamente subversivo.


Fue como el despertar de un volcán. Un temblor bajo la superficie del inconsciente colectivo arrancó de sus hogares a millares de campesinos hambreados, obreros de la construcción, bandidos, desamparados, jóvenes sin futuro, analfabetos, mendigos. En cada casa, en cada escuela, en cada bar se declaraba un estado caótico de asamblea permanente.



Roger Philips escribió: “El principal enemigo de las instituciones democráticas no fueron los rebeldes o subversivos. Fue la solidaridad. Cuando se formaron las primeras cooperativas de consumo y de trabajo, cuando las radios clandestinas comenzaron a conectarse entre sí y la prensa subterránea funcionó como un correo social, cuando por las noches las puertas de las casas quedaron abiertas, el sistema comenzó a derrumbarse”.






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7) El Tren de la muerte

El problema más grave para el gobierno nacional continuaba siendo la invasión desordenada de cabecitas negras que el hambre y la desocupación arrastraba en oleadas cada vez más notorias hacia el Gran Buenos Aires, aumentando la población lumpenal y, por tanto acrecentando el poder de las pandillas que día tras día iban aumentando su poder en las zonas marginales de la ciudad. Las campañas publicitarias que continuamente se realizaban tratando de retener a los pobladores del interior en sus ciudades y pueblos de origen no daban ningún resultado.


A fines del año 1998, el gobierno se decidió por crear una invisible frontera alrededor de la Capital Federal. Los pasajes a Buenos Aires se vendían sólo con permisos especiales que debían estar autorizados por los municipios. Se realizaban estrictos controles en aeropuertos, estaciones y terminales de ómnibus. Después de reprimir algunos incidentes aislados, el sistema de control pareció demostrar su ineficacia. La teoría de los dos países quedó dibujada sobre el mapa de la Argentina.


Pero el 17 de septiembre de 1999 un tren proveniente de Tucumán fue asaltado por una turba de desocupados, poco después de partir de la ciudad de San Miguel. Más de mil polizones, armados con palos y navajas, se diseminaron por los vagones, asaltaron las bodegas del salón comedor y tomaron el poder del tren. Fue una noche de jolgorio y de aventura para aquellas mil almas que jamás habían conocido otro placer que el de evadir continuamente el sufrimiento.


El tren fue detenido en Grand Bourg, a pocos kilómetros de la estación Retiro, su destino final. La orden era estricta: los mil polizones debían ser detenidos y regresados a Tucumán. La policía provincial que efectuó el procedimiento intentó parlamentar con los pasajeros ilegales pero el exceso de alcohol, así como la ansiedad de entrar en la ciudad que ya tenían al alcance de la mano, desató la violencia.


Los primeros enfrentamientos fueron con palos y balas de goma; en ese combate, las fuerzas del orden llevaron la peor parte. De inmediato se produjo el tiroteo. La multitud fue virtualmente fusilada, dentro y fuera de los vagones. En esa trágica jornada murieron veintisiete civiles y cuatro agentes del orden.


Para el sociólogo francés Jacques Moncassin, “el incidente del Tren de la Muerte puede ser considerado como el hecho histórico que marca el inicio del asalto a Buenos Aires. Si bien los argentinos estaban acostumbrados a los hechos de violencia, los asesinatos y las represiones descontroladas, el Tren de la Muerte les hizo tomar conciencia de esa frontera invisible que los separaba. La migración clandestina había tenido como causa el hambre; la avalancha que sobrevendría estaba generada por el odio”.


La computadora Osiris I recogió voces provenientes desde todos los rincones del país. En todas partes se hablaba de lo mismo. Como en una pesadilla, en cada pueblo y cada aldea, en cada bar y cada calle, se escuchaba la misma orden: “¡A Buenos Aires! ¡A Buenos Aires!”.


Las fotos satelitales registradas el 25 de septiembre ya identificaban a las primeras compactas multitudes que comenzaban a formarse.


Enrique Symns - “Invitación al abismo”








8) Los conspiradores

El inédito estallido social que se estaba gestando estuvo impulsado, desde sus inicios, por una también inédita casta de líderes caracterizada por su origen lumpenal.


Harfusch, El Libanés, gestor de los sangrientos hechos en San Agustín, se convirtió en un modelo referencial que luego adoptaron bandoleros, traficantes, contrabandistas y toda clase de marginados sociales. Un país que había agotado las ilusiones del pueblo a través de una innumerable lista de funcionarios corruptos y que estipuló el modelo delictivo desde las propias vidrieras estatales generó como contravirus el nacimiento de una nueva mitología. Una frase típica de la época, transmitida por las radios clandestinas y repetida por las publicaciones subterráneas era “Robar lo que nos han robado, matar lo que nos han matado”.


Salvador Aón, el lugarteniente del legendario Harfusch, deambuló clandestinamente por todo el país incentivando la revuelta.


A mediados de septiembre de 1999 se realizó la primera gran reunión conspirativa en la provincia de Neuquén. Roger Philips, en el ya citado Argentina, la marabunta de la historia, da testimonio de ese encuentro: “Tal como había sucedido en el bar La Olla, en San Agustín, el cónclave neuquino fue un encuentro oportuno y espontáneo de ciertas personalidades. Nadie llegó allí con un proyecto. Nadie tenía un plan o siquiera un propósito claro. El asalto a Buenos Aires se gestó entre borracheras y discusiones absurdas”.


Allí se conocieron Rogelio Duarte -famoso traficante de cocaína, cuya peculiar banda estaba conformada por una mayoría de indios tobas, chiriguanos y yagués-, el poderoso clan de los hermanos Catenacci, en representación de las provincias del norte, y otros líderes muertos con posterioridad en el asalto.


Estas fueron las declaraciones que con posterioridad hizo Salvador Aón para un matutino francés: “Nos dimos cuenta de que el país ya no era de nadie. No había país: era cosa de estirar la mano y tomarlo todo. Sólo teníamos que encontrar la forma de hacerlo. No era tan fácil mover una mano formada por millones de personas. Entonces pensamos en dejarlos ciegos. Un apagón en Buenos Aires, un apagón que los dejara ciegos”.


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9) El apagón


El apagón que sufrió la ciudad de Buenos Aires hizo evidente para los pobladores algo que las autoridades intentaban vanamente ocultar: además del movimiento de masas hacia el conurbano, ya existían grupos organizados trabajando desde adentro.


El 2 de noviembre se produjeron dos sabotajes que interrumpieron el transporte de energía eléctrica hacia la Capital. A la altura del Barrio Pepsi, en Florencio Varela, fue dinamitada la red troncal de alta tensión proveniente del Chocón. Dos horas después, en un atentado de similares características, fueron voladas las turbinas de Puerto Nuevo. Los dos atentados, unidos a las cíclicas faltas de lluvia, con la consiguiente inutilización de los embalses, provocaron un apagón casi completo en toda la ciudad. Al día siguiente la usina de Bahía Blanca fue tomada por asalto e inutilizada, un golpe casi definitivo contra el sistema eléctrico.


Aquellos fueron los días más dramáticos y caóticos de la historia argentina, y así lo describe Jacques Moncassin: “Los efectos del atentado fueron múltiples. El primer día lo más notorio fue la desconexión informativa que se produjo. Millones de personas dejaron de recibir el incesante alimento informativo que los mantenía unidos a la realidad. Sin radio ni televisión, sin que los diarios pudieran editar y distribuir normalmente sus ediciones, los rumores y las falsas alarmas recorrían la ciudad como un río envenenado. Después aparecieron los efectos más visibles: la putrefacción de los alimentos y el consecuente desabastecimiento. Durante el día las calles eran un hormiguero descontrolado de hombres y mujeres en busca de alimentos, querosén, velas y, sobre todo, armas para defender sus hogares. Con el atardecer, Buenos Aires se iba transformando en una ciudad fantasma sólo recorrida por patrullas de defensa civil, policía y también pequeños grupos de delincuentes que asolaban mercados, armerías y viviendas. Docenas de violaciones y asesinatos, continuos enfrentamientos entre fuerzas del orden y pandillas llenaban las estadísticas cotidianas”.


A pesar de todo, la defensa de la ciudad continuaba organizándose implacablemente.


Enrique Symns - “Invitación al abismo”








10) GUERRA EN LOS BARRIOS

La ciudad de Buenos Aires, que en 1999 iba a ser el epicentro de un auténtico terremoto social, fue sufriendo profundas transformaciones durante el transcurso de la década. La migración descontrolada provocó grandes problemas de convivencia entre los porteños. El conurbano avanzó hacia el centro y pronto la ciudad sobrepasó con amplitud su capacidad habitacional. Las autopistas se convirtieron en el techo de innumerables colonias de inmigrantes y todas las fábricas abandonadas del cordón industrial fueron tomadas por asalto, creando abigarrados barrios dentro de otros barrios.


Pero el problema de vivienda no era el más grave. La desocupación forzó las estadísticas de delincuencia. El desabastecimiento generó un mercado ilegal de alimentos y productos de primera necesidad. En oficinas, bares y hasta en las calles se traficaban computadoras, manteca, armas, cocaína o remedios.


Esa nueva ciudad marginal -que fue creciendo ante la desidia y la indiferencia que caracterizó siempre a los porteños- estaba organizada en "tribus" y en "bandas". Las tribus tenían ley, una ética propia y hasta cierta ideología. Las bandas, en cambio, eran ejemplares de la peor marginalidad y ejercían la violencia del ciego herido que golpea todo lo que se mueve en su entorno. Instintivamente, estas bandas y tribus comenzaron a disputarse los mercados de drogas y el poder de la ciudad en cuanto presintieron el advenimiento de un caos que podía favorecer sus proyectos.


El cuestionado decreto del 10 de julio de 1995 -por el cual se castigaba con pena de muerte los delitos contra la propiedad, si estaban acompañados por secuestro y/u homicidio- no hizo más que generar una delincuencia más peligrosa, que no dejaba testigos.

El gobierno concentró todo el poder de su aparato represivo en defender la ciudad de la anunciada invasión del interior, y por tanto desprotegió el orden interno. En Quilmes, La Boca, Lanús y Barracas las bandas se enfrentaban en la vía pública, produciendo continuas muertes. Los partidos de fútbol, los recitales de rock y hasta las fiestas patrias fueron utilizados como campos de combate.


En agosto de 1999 las crónicas policiales ocupaban la primera página de todos los diarios y las estadísticas batían récords. En tal estado de fragilidad la ciudad se preparaba para recibir la avalancha.

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11) LA HORDA


El maremoto humano que comenzó a avanzar hacia la ciudad de Buenos Aires tuvo su centro de mayor densidad en la región conformada por Formosa, Chaco y Misiones. Las "Hordas de Atila" -como las definió un titular del diario La Nación el 2 de octubre de 1999- se movilizaban ameboidalmente, separándose y volviéndose a unir, siempre engrosando la masa de su protoplasma humano.


Según cálculos realizados por la Fuerza Aérea, tres grandes grupos avanzaban desde el Norte y cada uno de ellos incorporaba a su núcleo un promedio de mil quinientas personas por jornada. La velocidad media del monstruo se veía retardada cada vez que atravesaba alguna ciudad más o menos importante: un verdadero carnaval se desataba en cada uno de esos arribos. Las fiestas callejeras, que en ocasiones duraban dos o tres noches con sus días, iban desgastando el poder del avance. El carnaval no estaba desprovisto de violencia, ya que los saqueos, atentados y violaciones se sucedían continuamente. Las evacuaciones masivas comenzaron a producirse a medida que los rumores de violencia y saqueo antecedían a la horda. Principalmente funcionarios,
agentes policiales, sacerdotes y comerciantes constituyeron la aterrada avanzada de la avalancha.


Este ademán descontrolado de los sectores más marginales de la gran marea humana, sin embargo, fue pronto sofocado por la presencia ejemplar de una multitud de pequeños líderes que comenzaron a dirigir y controlar la furia de los festejos.


La primera resistencia institucional fue planteada por la inteligencia del Estado. En lugar de ataques sucesivos se optó por un enfrentamiento que destruyera el avance y que, al mismo tiempo, fuera ejemplar y disuadiera otros intentos posteriores.


La ciudad de Córdoba fue elegida como el punto de choque: el Tercer Cuerpo de Ejército fue encargado de ejecutar el ejemplar castigo.


Todo el mortífero poder de la guerra fue preparado para detener la marabunta.


La propaganda, eficazmente dirigida sobre la población, desató una ola de terror entre los cordobeses. Millares de voluntarios se presentaron y fueron alistados para defender la ciudad.


El 15 de octubre de 1999, un ejército de más de cien mil desharrapados se cirnió como una sombra sobre las fronteras de la provincia de Córdoba.


El avance se detuvo. Las radios clandestinas transmitieron desesperados mensajes aconsejando a la multitud que retrocediera.


La caótica masa de invasores recibía órdenes y contraórdenes hasta que, sin que se sepa aún hoy cómo fue que se decidió, en la noche del 18 de octubre se inició la invasión.








Enrique Symns - “Invitación al abismo”

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12) ¡CAE CÓRDOBA!


El espectáculo que describieron los corresponsales era sobrecogedor: carreteras, campos y estancias se habían convertido en gigantescos campamentos y miles de fogatas iluminaban ese dantesco ejército de humillados. Niños, mujeres, ancianos, asesinos, hambreados, intelectuales, campesinos e indígenas -armados con fusiles, armas cortas y hasta grotescos palos- habían iniciado su marcha hacia Córdoba cuando la artillería abrió fuego indiscriminado sobre la masa. Roger Philiphs, en Argentina, la marabunta de la historia, sostiene que aquel cañoneo fue el motivo principal de la derrota gubernamental: “Si bien históricamente las fuerzas armadas se habían comportado sin contemplación, llegada la hora de reprimir al pueblo sublevado nunca se habían enfrentado tan frontalmente. Cuando la infantería avanzó sobre el terreno bombardeado y los soldados, en lugar de una resistencia, se encontraron con cuerpos mutilados, niños muertos y una multitud desconsolada, tal visión pesadillesca paralizó su accionar represivo. Aquella larga noche del 18 de octubre y hasta las primeras luces del amanecer, los alrededores de la ciudad se convirtieron en un gigantesco hospital recorrido por civiles y uniformados que atendían a los heridos o sepultaban a los muertos.


Los cordobeses, enterados de la matanza, abandonaron las trincheras y salieron al descampado para auxiliar a las víctimas.

Radio Expreso, la emisora clandestina con mayor audiencia, no cesó de transmitir desesperados mensajes de auxilio.

En Washington, Londres, París y otras capitales del Primer Mundo la noticia de la guerra civil en Argentina estalló en la primera plana de todos los diarios. Los gobiernos del Brasil, Paraguay, Chile y Bolivia declararon el estado de emergencia y cubrieron las fronteras con soldados. Las comunicaciones con Córdoba estaban interrumpidas pero era notorio el quiebre que habían sufrido las fuerzas armadas y se sucedían los rumores de levantamientos de la oficialidad.
La guerra en Córdoba terminó casi antes de comenzar. El 23 de octubre la ciudad había sido ocupada pacíficamente por los invasores. Dice Jacques Moncassin: “La horda caótica que llegó a las puertas de la ciudad se transformó al entrar en ella en un organismo solidario y disciplinado”.
El 25 de octubre se declaró oficialmente que la ciudad de Córdoba había caído arrasada por el ejército del pueblo.
Enrique Symns - “Invitación al abismo”
Fotos: InforegiónDiario La Tarde y Web.








13) EL HONGO MISTERIOSO


El biólogo Otto Lewin, en su Catálogo de fenómenos naturales, da cuenta de uno de los seres de comportamiento más filosóficamente misteriosos creados por la naturaleza. Se trata del hongo Rymus, y Lewin así lo describe: “Crece y se desarrolla en la corteza de los grandes árboles y, observado atentamente, en él sólo pueden distinguirse un montón de seres separados y de conducta ajena y diferente entre sí. No parecen de ninguna manera un organismo complejo, sino células actuando con dirección y destino propios. En un momento de un proceso que la ciencia aún no puede determinar, todos esos seres individuales reciben un llamado y comienzan a unir sus destinos. Como si el caos aparente fuera sólo la apariencia de un orden más profundo, todas las células se encuentran en un rumbo común y forman un organismo coherente con un destino colectivo. Nadie ha podido todavía explicar el comportamiento de los Rymus”.

Al igual que los hongos Rymus, las células individuales que conformaban esa marabunta humana rodeando la capital argentina recibieron ese misterioso e inexplicable llamado interior al orden y la unión. Nunca pudo precisarse con exactitud el caudal de aquella masa: los cálculos más exagerados hablaban de cinco millones de individuos y quizá la cifra aún se quedase corta. Lo cierto es que en los días previos al ataque final, luego de recibir mortales golpes asestados por las fuerzas del ejército aún leales al gobierno, diezmados por el hambre y las enfermedades, el síndrome organizativo se fue consolidando. Locos, enfermos incurables, heridos, suicidas, héroes anónimos formaron las primeras líneas del avance, las que ineludiblemente habrían de ser arrasadas en las primeras confrontaciones.


El 15 de diciembre por la noche la marabunta tenía el sonido de un avispero. Nadie dormía, todo bullía. Los defensores supieron que la batalla final estaba por comenzar. El 16 de diciembre se inició el asalto.


Enrique Symns - “Invitación al abismo”
Fotos: Hongo



16) MATANZA DESDE EL AIRE

La única experiencia en bombardeos aéreos con que contaban los porteños en toda su historia se había producido en el mes de junio de 1955, cuando algunos aviones de la marina bombardearon la Plaza de Mayo.

Pero la fuerza aérea no había sido responsable de aquel cruento episodio. La Guerra de las Malvinas (1982) les había conferido un enorme prestigio incluso internacional y hasta un curioso respeto popular. Ahora se veían compelidos a utilizar sus mortíferos aviones para arrasar camionetas y hombres armados con palos de escoba.

La primera tanda de tres Mingos partió a las siete desde El Palomar. Portaban misiles Rainbow, bombas incendiarias de alcance restringido y ametralladoras con balas trazadoras. Los aviones realizaron dos pasadas rasantes sobre la avenida General Paz. El piloto Ricardo Ambrosi, que desertó y aterrizó en Uruguay, declaró a la prensa internacional: “Era impresionante, se veía gente hasta el horizonte. Eso era todo el pueblo. ¿Contra quién estábamos peleando? ¿Contra todo el pueblo?”.

Los otros dos mingos descargaron su arsenal sobre la muchedumbre. Mas que la matanza, el terror lo produjo el sonido y el color de las explosiones. Aquellas gentes nunca habían escuchado ni remotamente semejante calidad e intensidad sonora; el síndrome de bombardeo se propagó, el aturdimiento y la locura momentánea hicieron presa de las masas.

A las ocho partieron otros doce Mingos en distintas direcciones y atacaron las columnas invasoras en sus puntos neurálgicos de concentración, desatando un caos incontenible. Decenas de miles de personas fueron fulminadas en apenas dos horas de bombardeos.

Increíblemente, la marabunta, como un organismo indestructible que se recompone una y otra vez, continuaba avanzando, pasando por encima de los muertos y mutilados.
La palabra “venganza” se convirtió en el mantra mágico que les restauraba energía para continuar avanzando.

En el comando central, ubicado en un lugar de la ciudad que hasta hoy se ignora, se consideró positivo el resultado de la media docena de bombardeos realizados a lo largo de aquella jornada. Cálculos arbitrarios hablaban de doscientas cincuenta mil bajas, entre muertos y heridos. La aviación era indudablemente el arma más eficaz para derrotar a la horda. Sin embargo, su accionar tenía un límite y ya había sido rebasado. Más de medio millón de combatientes habían conseguido quebrar las líneas defensivas y estaban ingresando en la ciudad. La decisión entonces era si se bombardeaba o no se bombardeaba el centro de la ciudad.




Enrique Symns - “Invitación al abismo”
Fotos originales: 1 y 2





17) ¿QUIÉN GOBIERNA?

El 17 de diciembre fue un día de tregua, aunque no de quietud. Mientras los invasores continuaban atravesando las barreras y controles defensivos, el ejército y la infantería de marina retrocedían hasta los límites mismos de la Capital Federal preparándose para un combate definitivo.

“El bombardeo a Buenos Aires” fue titular de todos los diarios importantes del mundo y los comentarios editoriales, por primera vez, ponían al tanto a los lectores sobre lo terminal de la situación. El destino de Latinoamérica estaba jugándose en las calles de la capital argentina. Los efectos de los bombardeos fueron devastadores. Miles de heridos y mutilados agonizaban en las calles sin que la Cruz Roja ni los improvisados grupos sanitarios dieran abasto para intentar socorrerlos. La falta de medicamentos indispensables, de ambulancias y de otros equipamientos fue causante a lo largo de esa semana de centenares de muertes innecesarias. El shock para la fuerza aérea se hizo evidente ese mismo día. Los pilotos responsables del bombardeo sufrieron profundas alteraciones mentales y el resto de los integrantes de la fuerza se negó a masacrar a la población y mucho más a dejar caer sus mortíferas bombas sobre la propia ciudad.



Buenos Aires era una cuadrícula humeante y las primeras ruinas creadas por la guerra ya se podían observar en La Boca, Liniers y algunos puntos aislados. La policía federal había sido prácticamente derrotada en la sórdida lucha con los elementos del hampa. La mayoría de los agentes del orden abandonaron sus puestos y se unieron a las bandas.

Un pequeño ejército de malhechores recorría la ciudad con patrulleros y armas pesadas.

En la tarde del 17 de diciembre de 1999, el gobierno presentó su renuncia. Según Roger Philips, autor de Argentina, la marabunta de la historia, “esa noche partieron dos aviones colmados de funcionarios, militares de alto rango y otras figuras de la administración pública que huían de la venganza popular que se avecinaba. La Argentina quedó descerebrada y fue el primer caso de un país en toda la historia de Occidente que quedó acéfalo de gobierno”.

Un grupo de oficiales, que conservó cautelosamente su anonimato, se comunicó con la población a través de radios y periódicos para hacerse cargo de la defensa de la ciudad “hasta que la democracia se reconstituya”. Fue una lluvia de verano. Duró hasta el amanecer del día 18. La ciudad no era de nadie.

Enrique Symns - “Invitación al abismo”






18) ¡CIUDAD TOMADA!

Mucho antes de que invasores y defensores lo advirtieran, Buenos Aires ya había caído.

Era tan grande el caos que cundía en ambos bandos que se suponían focos de resistencia donde no los había o se veían avanzar ejércitos donde éstos se habían retirado. Pero la carga más pesada del caos la tenían el ejército y el resto de las fuerzas armadas. Era el momento de defender la ciudad calle por calle y de prepararse a sostener una guerra civil prolongada y cruel, pero la indisciplina y la deserción desconstituyeron el poder orgánico de los defensores. La mayor parte de los soldados eran los así llamados cabecitas negras y producían sabotajes, robaban armas y ejecutaban oficiales. El alto mando decidió una invisible retirada hacia Campo de Mayo para atrincherarse allí y preparar un contraataque. Tal contraataque nunca existió.

El 19 de diciembre la ciudad se dio por tomada. Los diarios Clarín y La Nación, tomados por la planta de trabajadores, publicaron sendos espectaculares títulos: “¡Triunfó la revolución!” y “¡Cayó la dictadura!”. Nadie aclaraba -porque nadie lo sabía- de qué clase de revolución se trataba ni quiénes eran los nuevos gobernantes.

Salvador Aón, Rogelio Duarte y los hermanos Catenacci, las cabezas visibles de la revuelta, habían instalado su bunker en pleno centro de la ciudad, en Corrientes y Billinghurst. Allí planificaron la estrategia a adoptar. Tenían muchos y graves problemas. Las toneladas de cocaína que se habían repartido entre la masa de combatientes amenazaban con convertirse en un arma de doble filo, ya que se iniciaban ahora la matanza y el saqueo. Si bien habían derrotado al ejército, ahora tenían que iniciar una nueva y desgastante guerra contra las bandas y pandillas que gobernaban la ciudad.

Decenas de miles de personas festejaban enfervorizadas recorriendo la ciudad y por las noches aún se sucedían combates aislados.

El Congreso y la Casa Rosada fueron los últimos bastiones del sistema en rendirse. La vida de los granaderos fue respetada, pero decenas de diputados y senadores, así como tres ministros y otros funcionarios, fueron hechos prisioneros y juzgados sumariamente por un tribunal presidido por Salvador Aón. Había solamente dos sentencias: libertad o fusilamiento.

Enrique Symns - “Invitación al abismo”




19) LA GUERRA DE PAPÁ NOEL

La pesadilla parecía eternizarse para los sufridos pobladores de Buenos Aires. La guerra contra el ejército y la clase política había terminado. Ahora lucharían los civiles entre sí por la posesión del poder. Las tribus y pandillas locales se habían atrincherado en sus zonas de liderazgo natural: Barracas, San Telmo, La Boca, Villa Crespo y ciertos barrios del conurbano. Carecían de unión entre ellas y tampoco tenían un líder que las condujera. Luchaban separadamente, usando estrategias diferentes. Si triunfaban en la lucha contra los provincianos, seguirían combatiendo entre ellas tratando de ampliar sus territorios. Pero los invasores decidieron dar el primer golpe, y mucho antes de lo esperado. Fue la denominada Navidad Sangrienta.


El 24 de diciembre de 1999 al atardecer, Salvador Aón, César Catenacci (su hermano Genaro había sido muerto en la batalla) y Rogelio Duarte comandaron tres grupos de extermino que se adentraron en los territorios enemigos. Habían realizado un minucioso estudio previo para ubicar las madrigueras y aguantaderos de los principales cabecillas barriales.

Encaramados en camiones, automóviles y hasta patrulleros, una lenta procesión se dirigió hacia el sur. Salvador Aón invadió La Boca mientras Rogelio Duarte combatía en San Telmo. El Parque Lezama se convirtió en el cuartel general de los provincianos, desde donde ametrallaban y cañoneaban los edificios linderos. La matanza fue calle por calle, conventillo por conventillo. Las temidas hordas norteñas de César Catenacci llevaban la batalla más dura en Barracas y debieron recibir posterior ayuda de sus compinches para hacer retroceder al enemigo hasta el río y empujarlo a la provincia. Se combatió durante toda la noche y, cuando las bandas del oeste avanzaron hacia el centro, alertadas del sorpresivo ataque, se encontraron con una guerra perdida. Los enfrentamientos siguieron durante el 25 y el 26 en Villa Crespo y Mataderos. Pero el triunfo ya estaba decidido. Esa noche fueron ajusticiados más de mil proxenetas, vendedores de drogas, pistoleros y otros malvivientes, además de los caídos combatiendo. Decididamente, el poder absoluto de un país partido e incomunicado estaba en manos del trío de provincianos que tomaron la ciudad. Salvador Aón era el jefe indiscutido de la revolución, así como Harfusch, El Libanés, era su símbolo.

Los últimos disparos que se escucharon en Buenos Aires sonaron el día 27 a la mañana: dos violadores fueron fusilados en la calle Corrientes. La guerra había terminado.

Enrique Symns - “Invitación al abismo”
Fotos originales: 1 y 2.
 




20) LOS ÚLTIMOS DÍAS DEL MILENIO

El mundo observaba azorado la explosión humana que había destruido la sociedad argentina. Los últimos días de 1999 se caracterizaron por la vigencia de una discusión planetaria. Una polémica que recorría los canales de televisión, las editoriales de todos los diarios y los gabinetes de todos los países. Dice Roger Philips en su libro Argentina, la marabunta de la historia: “El fenómeno argentino era inclasificable. Aquello no era una revolución de izquierda, ni siquiera anarquista: era un estallido comandado por delincuentes y marginales. Nadie podía imaginarse ninguna forma de gobierno ni de organización social. Era la absoluta derrota del futuro, la siniestra amenaza de una descomposición del sistema occidental de convivencia”.

En Buenos Aires, mientras tanto, las huestes de Salvador Aón intentaban las primeras formas de orden y organización. El 28 de diciembre fueron tomadas las radios y los canales de televisión y durante todo el día se emitieron mensajes llamando a la calma y al orden. Paralelamente se insinuaba la elección de un nuevo gobierno encabezado por el comandante Aón y los otros cabecillas de la invasión.

Si bien la violencia había saciado su sed en las calles, nuevas amenazas se cernían sobre la ciudad. Iba a ser necesario desalojar a más de cuatro millones de personas que dormían en parques y escaleras, en casas tomadas, en el Jardín Botánico, en las calles y hasta en las azoteas de los edificios. Millones de personas que cada día era necesario alimentar para que los saqueos no volvieran a iniciarse.

El problema del alimento se estaba tornando muy grave. La falta de comunicaciones, el abandono de las fuerzas de trabajo y la consiguiente falta de producción, la interrupción del comercio exterior y el agotamiento de las reservas en los grandes supermercados indicaban que pronto llegaría a la Argentina la peor de las pestes: el hambre. Masiva, sin distinción de clases sociales. Era urgente recomponer el país, movilizar nuevamente las pesadas ruedas de la producción. ¿Pero cómo se haría? Nadie estaba dispuesto a obedecer ni a regresar a trabajos o empleos que detestaba. Habían salido a matar y a romper el mundo para no regresar nunca a sus miserias.

En el Uruguay, a todo esto, Víctor Sendic preparaba un levantamiento que en pocas semanas haría caer el despiadado co-gobierno del general Martínez y de Luis Bustos. En Brasil, el levantamiento negro en Minas Gerais amenazaba con desencadenar una matanza de blancos en todo el territorio. Estados Unidos ya había decidido su intervención, aún sin el consentimiento de los rusos. En Washington se preparaban los planes de la invasión.


Enrique Symns - “Invitación al abismo”
  



21) EL ÚLTIMO DÍA DEL MILENIO

Y así llegó el 31 de diciembre de 1999. El último día del milenio y, para muchos, el último día de una forma de vida.

Fue un curioso fenómeno el que ocurrió ese día en Buenos Aires y en casi todas las ciudades del interior: la guerra fue olvidada, la violencia desapareció y, por primera vez en la historia del país, el pueblo, sumergido en una crisis inédita en la historia de Occidente, salió a festejar apasionadamente la bienvenida del nuevo año 2000. En los barrios se pusieron enormes mesas en las calles y todos los vecinos aportaban alimentos y bebidas, invitando incluso a los indigentes e invasores que pululaban sin rumbo por las calles. En pleno centro, en la calle Corrientes, en el Congreso, en Plaza Italia, se montaban banquetes de pordioseros dirigidos por los pizzeros y dueños de restaurantes de cada zona. Decenas de miles de desharrapados, a las doce de la noche, brindaron con tazas de ginebra o alcohol de quemar, masticando trozos de pollo o de rata.

La alegría y el delirio que esa noche circularon por las calles del país no estaban seguramente avalados por las posibilidades del futuro. Cin mil marines se aprestaban a desembarcar en Porto Alegre y en Montevideo con la intención de invadir la Argentina. En Uruguay, Víctor Sendic organizaba la defensa de la ciudad mientras, inútilmente, trataba de establecer contacto con los revolucionarios argentinos. Las tropas argentinas, alentadas por el avance de las fuerzas imperiales, se reagrupaban y preparaban un feroz contraataque sobre la ciudad. El presidente Hale y el premier ruso Romashín no discutían ya la invasión a Buenos Aires sino la utilización o no de una bomba de neutrones sobre la capital argentina. La peste del hambre se cernía como la mayor y más terrible de las amenazas del futuro. Mas de tres millones de cadáveres yacían por los alrededores de la ciudad y millones de personas circulaban por el país tratando de encontrar un nuevo destino.

Pero esa noche se festejó como si fuera la última.

En la Casa Rosada también se festejaba.

Un traficante de drogas, un matarife italiano y un terrorista libanés se emborrachaban sentados sobre las barandas del famoso balcón en donde los hombres de mayor poder de la historia se habían asomado para dirigir multitudes. Salvador Aón, César Catenacci y Rogelio Duarte tomaban ginebra del cuello de la botella y observaban extasiados el cielo estrellado.

La leyenda cuenta que a las doce de la noche Salvador Aón, tomando el último trago, arrojó la botella a la calle y exclamó: “¡Bienvenido seas, maldito siglo XXI! ¡Aquí estamos!”. Y la botella de Bols estalló en pedazos sobre las escalinatas de la Casa Rosada.


FIN

Enrique Symns - “Invitación al abismo”
Fotos originales: 1 y 2.