lunes, 27 de agosto de 2007

El indulto

El significado del pasado es continuamente modificado por las miradas que lo observan desde distintas instancias del futuro. De algunas anécdotas importantes de mi vida, hoy no podría recordar con exactitud su contenido real, tantos fueron los relatos diferentes que fui construyendo a lo largo de los años. Si mi caso particular se pudiera traspolar a todo el relato humano, tratá entonces de contarme quién era Cristo.

Es posible que la raíz desconocida del cáncer se encuentre en esa coraza caracteropática construida por el organismo para proteger un siniestro secreto, una gran mentira que, al no develarse, produce el suicidio celular.

En la mitología tebana Meskhenet, la diosa del olvido, era una de las más amadas del panteón: cuando los dioses, enfrentados por graves cuestiones de poder, alcanzaban la cima de la crisis, Meskhenet producía con su magia el tan ansiado olvido. Pero el resultado era efímero: millones de siglos después, el recuerdo despenaba nuevamente en los dioses y otra vez la guerra quedaba planteada.

El olvido que nos propone este indulto decretado por el gobierno de Menem provocará inexorables heridas en la trama del futuro. Aún cuando este decreto provocara un auténtico olvido en la conciencia colectiva, la vida o el espíritu que anda, o el misterio que nos baila, jamás indultará nuestro olvido.

En alguna parte anda perdida esa calle donde latieron las pasiones de mi vida. En esa calle estaba representado todo el universo. Los protones, el superyó, el mal, si es que existían, tenían que estar a la vuelta de la esquina. Mirando una piedrita de mierda, como Sócrates, yo sacaba importantes conclusiones sobre el destino trágico de cualquier cosa que cayera en este manicomio del cosmos.

Triste, a veces encontraba la calle desierta. Estúpidos videos, odiadas esposas o esposos, promesas de la muerte mantenían a mis amigos en sus casas.

Alegre, a veces los hallaba en sus casas estudiando fugas, soñando revueltas, cogiendo, componiendo canciones o perdiendo el tiempo en los laberintos del presente.

Sé que esa calle perdida también me está buscando. En esa calle, cuando la encuentre, si alguien mata a tu gato, nadie hace la denuncia. En esa calle lo que se hace es ir a tocarle el timbre al asesino.


Enrique Symns - “Invitación al abismo”

Foto: Tapa del diario Página/12 del 30 de diciembre de 1990

viernes, 17 de agosto de 2007

La vida es un bar

Por Leo Nerón

La mesa y la ventana y el mozo que se pasea como el mundo, yendo y viniendo, llevando y trayendo los copetines, que son los únicos motivos por los que tipos como la gente se bancan ese estúpido paseíto por el mundo.

El bar es para hacerse la rata
Es más, creo que lo único bueno que puedo contar son todas esas ratas que me hice en los bares. Desde los faltazos al colegio, pasando por el trabajo y llegando hasta la novia o pareja de turno. Siempre lo mejor era no ir, llegar un poco más tarde, dejarlo para después. Y siempre cerca aquel gran amigo que te decía “dale, no me jodas, vamos a tomar un feca”.

Pero faltazo, faltazo, fue ir al colegio. Fue una rata tan larga que me acuerdo de pocas cosas y eran pocos los profesores que me reconocían la trucha. Me habían puesto “el nuevo”. En el Mariano Acosta hacía ranchada en el baño, pero en cuanto podía me iba a La Perla del Once, cuando era La perla en serio y nos fumábamos unos tarugos que te ponían tan colifa que todos los chinchulines del cerebro salían rajando por los ojos y las orejas, y por los pasillos vacíos de tu mente sólo se escuchaban los taconeos aterrorizados de la paranoia recién nacida. Que después se hizo grande, y a mí me crecieron ojos hasta en el agujero del ano para vigilar los movimientos de la silla. El Esteban, que era de quinto año, se daba supositorios de morfina en el famoso ñoba donde Tanguito también se daba entre barca y barcaza. Cuando Esteban salía del baño era un dibujito animado de un fantasma perdido en el tiempo: el quía ya no estaba en La Perla, caminaba por entre las mesas como si esquivara flechas de prana que -decía él- le tiraba la diosa Minerva desde el planeta Plutón.

Pero las verdaderas, las bizarras, las legendarias ratas yo me las hacía en el bar Los Leones, de Constitución, hace muchos años desaparecido en acción. Con el Buján, que era de Quilmes, batíamos los récords mundiales de permanencia en el bar. Ahí prácticamente hicimos toda nuestra vida: empezamos con batallas navales, luego fuimos poetas, recorrimos el mundo sobre el mapa del manual de geografía, nos separamos en Francia y nos reencontramos en un tiroteo en Praga, planeamos asaltos y asesinatos, hicimos enormes listas de cómo gastaríamos los millones de dólares que nos encontraríamos en un maletín en la calle. Fuimos aventureros, y mujeres y amigos nos despidieron con lágrimas de todos los puertos del mundo y, en fin, cuando terminamos el secundario (mejor dicho, él terminó con nosotros), ya lo habíamos hecho todo y no sé Buján pero yo me seguí quedando en los bares, soñando con todas las vidas que no pueden ser porque la única vida que uno va viviendo lo obliga a uno a vivirla.

Las últimas rateadas me las hice cuando intenté hacer el ingreso en Psicología. Fue mi primera y única carrera. Me manqué en la largada. Pero el boliche, medio finoli, no me acuerdo el nombre, ahí por la calle Charcas, era todos los días lo más parecido a un rechifle en Caseros o Devoto. Ahí todo el mundo andaba por lo menos con sus cien o doscientos libros en la cabeza. Que Sartre va y que vuelve Nietzsche y por la izquierda se escapa Neruda. Yo me estaba leyendo a Henry Miller y batía historias bravas de cogidas para sonrosar a la Elisa y a la Mirta, a las que también les regalaba poemas de Maiacovski pero firmados por quien esta gilada te cuenta. Ahí vino la cagada del amor. Que siempre te duele y te deja medio boludo para el resto de la pelea. La facultad, la Mirta, la Elisa y los intelectuales me patearon. Se acabaron las rateadas. Ya no tenía el curro del estudiante. Ahora, me cago en Dios, había que ponerse a laburar.


Volver vencido al boliche del barrio
No te voy a decir que era angustia, sentimiento de culpa, desesperación. Pero sí bastante preocupado me seguí haciendo la rata, ahora en el boliche de Barracas. Todavía está ahí. En Montes de Oca y Uspallata. Se llamaba Kinteto. Era lo más. Paraban todos los pesados, medianos y hasta peso pluma de la Gran Fraternidad de los Truchos que vivían en los convoyes de Ituzaingó y que siempre andaban corriendo por los techos del yotivenco disparándole a la yuta. El elegante Pololo que cada dos por tres nos sacaba, mejor no enterarse cómo, de alguna comisaría. El viejo Chaina, que todos los días volvía de la estación Constitución con una valija pungueada y nos vendía corbatas o corpiños. El heróico Queso y Dulce. El peligroso Yoyega, la Negra Marta que era yiro sin ganas, el Gerardo que capitaneaba la barra de los más pendejos. Estaban hasta los pitucos: el Fede, el Alejandro, el Gus. Y los intelectuales, que vendríamos a ser el Omar y yo.

Haciámos continuado: matiné, tarde y noche. Los mil veces malditos avisos clasificados estaban sobre la mesa para apoyar sobre ellos los escritos que me mandaba para justificar mi larga ausencia por el mundo. No quedaba más remedio que hacerse escritor. Fue toda una vida, mientras me sentaba a esperar que el barco de las aventuras me viniera a buscar para transportarme hasta las legendarias leyendas soñadas por todos los niños que fui cuando tuve la suerte de ser niño.

Formábamos una hermosa familia de vagos. Todavía me acuerdo del olor del mundo mirando por la ventana. Era un olor que te ponía de punta los pelos del corazón. Y ahí discutíamos las giladas del mundo, sanamente se hablaba mal del que no estaba, cada tanto, un roscazo algunas veces una de esas charlas que si Buda o Shakespeare las escuchaban seguro que se las copiaban. Con Omar nos mandábamos aquellas caminatas jurándonos un mundo apasionante que después, como todo, iba a llegar pero congelado. Yo estaba ya medio boludazo y en vez de aspirar a una fresca, jugosa y romántica conchita barraquense, me croqueteaba con ser un escritor famoso para que, algún día, una literaria, psicoanalizada vagina palermitana la pusiera entre el chamuyo.

Y, de repente, el mundo vino a buscarme. El Omar un día desapareció para siempre de todas las calles y avenidas del planeta. Los muchachos fueron cayendo presos o consiguieron empleo en el banco. Así como después una mujer me llevó a Brasil y otra a Amsterdam, del barrio también una mujer me arrancó de cuajo. Partir del barrio es emigrar para siempre. Ni aledaños de colegios ni aledaños de nadie. El centro es la tierra de los parias.


Los bares son un mapa
Yo andaba con mis largos veinte pelotudazos años y, si sabés para dónde iba, contámela, así me escribo una carta para avisarme. No servía ni para robar un choripán. Trabajar o estudiar eran deportes que mi debilidad medular me impedía realizar. ¿Qué quedaba? Seguir esperando en los boliches.Pero en el centro, hasta que le agarrabas la onda, no te digo que era imposible como escapar de un laberinto de Borges, pero era re jodido. El bar Eros era el aguantadero. Ya no está. Y enfrente, el Cultural, el lugar del chamuyo. Tampoco está. Era la zona del bandidaje con tiros y batallas campales. Te cruzabas con los que venían de vuelta por tercera vez de donde vos ibas.

Por todo ese sendero se cocinaba mucho teatro y se asaba poesía. Se cogía tupido. Se planeaban todos los quilombos que después pasaron. Yo viajaba mucho a la comisaría y, una vez, me tomé un larga distancia desde la Academia hasta Devoto, con parada en Tribunales.

En esos bares aprendí a que las mujeres me miraran y a que los hombres me escucharan. Pero si me decís de algo útil, no tengo ni mu para decirte. Del bar Eros tuve un largo viaje. Un amigo me presentó a su novia y con ella me fui años después a donde ella conoció a un amigo mío y se fue con él a Italia, y yo, poco después, conocí a la mujer con la que me fui a Amsterdam y ya los bares en el extranjero no eran lo mismo. Uno se sentaba en una mesita de un bodegón de San Remo o de Madrid y sonreía complacido recordando a aquel tipo que en la mesita del Kinteto soñaba con viajar hasta el otro punto del universo para sentarse en la mesa de un bar a seguir esperando que de una buena puñetera vez suceda alguna cosa interesante en este podrido mundo.

Enrique Symns - “Invitación al abismo”

Foto: Faw

sábado, 11 de agosto de 2007

Sí matarás


Los diez mandamientos diseñados por Moisés constituyen una compleja clave prohibitiva y, al ser enumerados correlativamente, no dejan claro si existe o no una categorización de lo prohibido: ¿el primer mandamiento es más importante que el décimo o los diez mandamientos tienen el mismo valor?

Resulta evidente que, en la realidad de los hechos, es el quinto mandamiento (“No matarás”) el que más conflictivamente legisló las conductas humanas, obligando a cada individuo a elegir entre la transgresión o el cumplimiento de la ley. La mayor parte de los seres humanos que acataron la ley fueron capaces de transgredir los otros nueve mandatos sin que se atreviesen jamás a matar a un semejante. Sólo aquellos que han matado saben que jamás se mata a un “semejante” (tal cosa sería un suicidio, que ocasionalmente se comete) sino que siempre se elimina a un “diferente”.

Es decir, alguien que no acepta ser como yo quiero que sea, alguien que se niega a ver el mundo tal como yo lo veo, alguien que con sus actos, su aspecto físico, sus ideas, se diferencia de mí. En realidad, los restantes mandamientos son sólo la apoyatura ideológica, el desarrollo dramático del “¡no me mates!”.
No desearás la mujer de tu prójimo, para no matarlo. Honrarás padre y madre, para no matarlos.

La invención de la ley, la necesidad de dictarla, parece señalar la evidencia de que el acto de matar es una actividad humana natural a la que es necesario limitar.
Son mandatos. No se trata de una ética invitación a ajustar la conducta, orientándola hacia una natural tendencia pacífica del hombre. Son órdenes que representan a un mando y que, por tanto, pueden acatarse o desobedecerse.

El acatamiento a esa imposición legislada impide la elección y crea en el acatador la paulatina tendencia a la discapacidad: no puede ejercer su derecho a matar, supuestamente tan natural como su derecho a caminar.

Sin embargo, el mandato admite la excepción a la ley: la guerra, esa parodia siniestra que se disfraza y manipula la violencia natural para seleccionar a quienes se mata. Un individuo que en su vida privada es incapaz literalmente de matar una mosca, en cuanto se lo ordena el mandato se convierte en el más feroz de los asesinos: mata en el anonimato, a hombres desconocidos, sin motivaciones personales que lo vinculen mediante algún odio con esa víctima específica, justificado por absurdas consignas patrióticas, religiosas o políticas, en conflictos que -resuélvanse o no- no ejercen ninguna influencia beneficiosa en su entramado vincular cotidiano. Hasta un asesino violador de niños es más humano que este monstruo que arroja una bomba sobre un enemigo abstracto. Uno mata por deseo; el otro mata por matar.

En tiempos de paz los hombres igualmente se matan unos a otros, disparándose granadas de virus, de hambre, de pestes emocionales, de intolerancias y de ambiciones, que nada tienen que ver con la defensa de lo territorial. Se disparan balas que no se ven. Se matan entre sí, tratando de no darse cuenta.

¿Y qué es matar?

Es seguir el impulso que reacciona contra todo aquello que se identifica como obstáculo. Hasta eliminarlo.

Reconocer la capacidad de matar -palparla, sentirla, comprobar que existe, adquirir la certeza de esa potencia asesina- nos confirma como humanos, nos provee de energía vital, abre las puertas de la celda de nuestro animal acorralado.
El poder del mundo que se nos opone está sustentado en la capacidad de eliminar masivamente a hombres abstractos. Es probable que ni Hitler, ni Bush, ni Einstein, ni Videla hayan matado nunca a nadie: crearon las condiciones o elaboraron el mandato. Delegaban. Ese sistema delegativo nos convierte a todos los seres humanos en víctimas, victimarios y también en cómplices de ese abominable mecanismo de eliminación.

El poder personal, en cambio, está basado en la capacidad de provocar una muerte concreta en nuestro entorno circunstancial para quebrar esa conspiración siniestra de asesinatos invisibles y criminales desconocidos.

“Sí, matarás”: eso necesita escuchar la voz de sí mismo para reconocer la fuerza de las ganas de vivir intensamente. Sería en verdad nefasto que los hombres tuvieran más miedo de matar que de morir.

Morir es bastante sencillo. Matarnos lo hacen todos los días. Sobreviven los que resultan convenientes o los que no se hacen muy visibles al ojo de los gatillos. El mito falaz de aquella primitiva orden de hombres conviviendo caóticamente, sin ley, matándose arbitrariamente en la lucha por el alimento o por la posesión de las hembras, fue creado para sustentar un sistema organizado y racional que provoque sin juzgamiento las matanzas más crueles de la historia humana.

Fue la ley la que creó el crimen. La crueldad humana se desarrolló sofisticando sus métodos de destrucción, alimentándose de las raíces corruptas de esa prohibición que al señalarla surge con más fuerza, con la finalidad de concentrar el poder de matar en un sistema de creencias, en un estado, en una casta sacerdotal (llámense religiosos, políticos o militares) que decidiera los motivos de las matanzas.

La manada de aquellos viejos y sabios “monos” primitivos sabía administrar con eficacia su violencia.

La naturaleza de la vida nos dio el poder de matar y la naturaleza social nos convirtió en asesinos.

Sí, matarás.

Por dignidad. Por tu amigo. Por tu calle. Por tu amor. Por tu locura. Por el respeto que te debés. Por cazador o por guerrero. Por vengador.

O por humillado.

Mientras otros cumplen con el deber de matarnos, nosotros tenemos que recuperar el derecho a matarlos.


Enrique Symns - "Invitación al abismo"

Foto: Indymedia Rosario

martes, 7 de agosto de 2007

Lechita contra la secta Sufi

Por Leo Nerón


En el alucinante morro de Santa Teresa, en la alucineta de ciudad que es Río de Janeiro, aproximadamente en el año 1970 se concentró una comunidad de atorrantes del dharma que utilizaron sus cerebros como cocteleras donde agitaban sus experimentos lisérgicos. En cuanto me mudé al barrio fui conociendo a todos los personajes: el Anestesio, el Floripondio, el Datura, el Trufa.

Todos se mandaban la parte y se hacían los legendarios. El que no veía duendes, chamullaba con los árboles; el que no se escribía cartas mentales con Buda, se hablaba por tubo con la nada. Era pura piratería de zarpado. Excepto el Lechita.

Lechita estaba piradazo mismo, no tenía células grises ni azules sino docenas de murgas lisérgicas haciendo batucada en su zabiola. El día que me lo presentaron le di la mano y todos los demás zarpados pegaron un salto tratando de evitar el desastre. Llegaron tarde. Fue lo mismo que tocar un cable de alta tensión.

Cuando desperté, un segundo después, dije:
-No existe el movimiento, tampoco existe la materia, sólo hay una infinita llanura mental que se proyecta a sí misma desde todos los puntos de sí misma...

Con un sincero apretón de mano el loco me mandó al núcleo de la pantomima y yo sentí que por primera vez alguien me había explicado algo en toda mi vida.

No era un buen momento para la truchada dhármica. Los esotéricos habían descubierto el filón que colmaba el morro: todos aquellos locos pirados tomando pepas día y noche eran la gilada perfecta a la que ellos podían comerle el coco.

Los sufis los primerearon a los guardievos, los krishnas y todos los otros. Y al toque todos los triperos se pasaron al aburrido batallón de los buscadores de la verdad. Lechita se sintió terriblemente traicionado.

-¿Qué verdad? -decía sabiamente Lechita-. ¿La verdad de la milanesa que explica que adentro del decorado hay siempre un bife de cadáver?

Pero Lechita era un sentimental y nos quería. Así que cuando toda la manga de salamines (entre los que debo contarme) concurría en masa a esos mítines transferenciales meditativos que organizaban los sufis, el loco nos acompañaba. Iba y se hacía el sota, pero mucho no le salía y, como no se bancaba además todo el papo furado de los comedores de cocos, el quía interfería. Cuando el ortiva con cara de nazi que dirigía el grupo nos preguntaba qué habíamos sentido en tal o cual ejercicio y nosotros intentábamos responder “una gran paz interior” (que era la frase que había que decir), te encontrabas en cambio diciendo: “¿Puedo chupar una bombacha dentro del ropero?” Querías ir al baño y aparecías meando dentro de la heladera. Los chabones, que eran revigilantes, lo detectaron al toque y lo expulsaron con la vil excusa de que era un drogadicto irredento.

El candombe se armó cuando se produjo la visita del Gran Sufi, el poncho negro de las pampas espirituales, nada menos y nada más que el Idris Shah. Todos los locones andaban histéricos como groupies de Mick Jagger, ansiosos por conocer a la estrella máxima del rock and roll meditativo y hasta el Lechita se contagió la ansiedad y nos imploró que intercediéramos por él ante la jefatura para que le permitieran asistir al evento.

Lechita nos juró por el invisible forro que separa la conciencia del cuerpo que se iba a portar más careta que un obispo. Giles podíamos ser, pero no traidores, así que toda la pandilla en pleno hizo una solemne apretada a la jefatura y no les quedó más remedio que otorgar el permiso.

Y llegó el gran día. El Idris Shah entró y se instaló en un almohadón cósmico con los ojos mirando el planeta Júpiter y con la actitud que dejaba en evidencia lo difícil que iba a ser para un profesor de matemáticas explicarles a unos analfabetos el teorema de Pitágoras.

Pero le duró poco la actitud, porque al toque todo empezó a zozobrar. El asunto se mareó una cuadra antes de que Lechita llegara. El muy hijo de la gran nada se había preparado un licuado de belladona, con siete dosis de LSD, Ves de mezcalina y unas pizcas de psilocibina.

Lechita caminaba y la calle entera se pegaba tal mambo que las paredes se acostaban como veredas, las ventanas no sabían si mirar para adentro o para afuera y las moléculas lloraban desesperadamente porque los protones se amotinaron y se pelearon con los electrones porque no se bancaban para nada a los neutrones.
La cuestión fue que cuando Lechita tocó el timbre y en vez del timbre sonó Procul Harum y la Orquesta Sinfónica de Londres y la voz de John Lennon dijo “Hola muchachos, soy Lechita”, ahí nos dimos cuenta del candombe que iba a armar el pirado. Fuimos corriendo a la puerta para pedirle que la cortara. Nunca llegamos. No era un pasillo, era la Quebrada de Humahuaca y una serpiente de fuego se descolgaba desde la bombita de luz dentro de la que un ahorcado eyaculaba fotones sobre el sombrero de la oscuridad que todo lo cubre.

Cuando quisimos retroceder nos chocamos contra las sombras eternas que la nada proyecta sobre cada instante para ocultar las tiernas lágrimas que la ausencia de plenitud derrama sobre el vacío que se produjo en el alma de quienes, en aquella reunión, intentábamos huir cobardemente.

El Capo, Idris Shah, intentaba escaparse por la ventana acosado por el vampiro estelar que colgado a la yugular de la existencia trataba inútilmente de robarle la sangre a los fantasmas de seres que estaban muertos mucho antes de nacer.

No había paredes, eran cataratas de imágenes a una velocidad tan hija de puta que el hijo de remilputas de Lechita, en cinco minutos, nos inventó a todos un falso pasado. Así que antes de que, en otros cinco, nos inventara un falso futuro, le juramos que nunca más íbamos a cometer la gilada de empadronarnos en alguna secta buscona.

Demoramos como dos meses en bajarlo al Lechita de ese viaje. Dos meses naufragando nos tuvo a todos.

El Idris Shah, por supuesto, jamás se repuso del shock.

Enrique Symns - "Invitación al abismo"

domingo, 5 de agosto de 2007

El odio es una pistola fría


Hasta en el pentagrama frívolo del aroma a plano se está jugando la última batalla. Todas las charlas en los bares y las casas, todos los proyectos conversan los términos de la rendición: la guerra ha terminado.

Ha llegado la paz tan deseada por los comerciantes: el triunfo de la democracia asesina que mata con una invisible crueldad, crueldad más siniestra que la de los militares. En la tarjeta que el obrero marca a las seis de la mañana en la fábrica de filtros mecánicos para autos está ya dibujado el símbolo del Cuarto Reich, el implacable sueño de ordenar el mundo, la siniestra mente que somete a sus designios, la azarosa tirada de dados que la vida inventa. El orden es el intento del tiempo por matar la eternidad.

Desnudo, el plan nos dice con todo descaro: no hay más que esto. Todos los fantasmas de todas las miles de guerras y matanzas, de todas las luchas contra la esclavitud hoy brindan en las páginas de los diarios; aliviados, los bisnietos de los fantasmas lamen sus cadenas, porque ahora podrán tener sus cuatro paredes para cuidarse del cáncer.

Habrá ahora palabras de más sazonando un plato vacío. Una tela de ojos y la araña tejiendo en su miedo dormido. Tendrás esas luchas intestinas en la quietud: esa angustia que tanto te gusta, ese sufrimiento que inventás para no sentir el dolor del mundo que muerde, esa tristeza que te hace tan humano. Hay insectos nuevos: crecen en la desidia de la atención, anidan en ese laberinto mullido, casi shopping, que conecta el cariño con la dosis, la cama con el bar, todo el ruido que hacés con la boca para ocultar el silencio de tus actos.

El virus engramará sus mandatos en tu sinapsis.

En estos lugares que habito, ¿a qué jugaremos? La peste de la literatura, la música de la cárcel, las artes del consuelo. No habrá mal de amores sino amores del bien, como los locos de manicomio: un puré de rutinas para seguir moviendo las fichas de un juego perdido.

No son hombres aquellos que pueden imaginarse el mundo que viven. Ellos han vivido en un mundo imaginado y nada les duele y nada les goza. Odio ese futuro de plazoleta en donde los niños correrán en motos de video; odio al enemigo y acepto este destino. Seremos tragados para envenenarles el plan de sus siembras.

Estaremos en el corazón de todos los terremotos, en el cuchillo envenenado de todos los virus, vomitando junto a la furia de los volcanes. Resistiremos.

Brindo por esto: sobre la tumba del mundo escupirá uno de nosotros.

Enrique Symns - "Invitación al abismo"