viernes, 14 de noviembre de 2008

8) Los conspiradores

El inédito estallido social que se estaba gestando estuvo impulsado, desde sus inicios, por una también inédita casta de líderes caracterizada por su origen lumpenal.

Harfusch, El Libanés, gestor de los sangrientos hechos en San Agustín, se convirtió en un modelo referencial que luego adoptaron bandoleros, traficantes, contrabandistas y toda clase de marginados sociales. Un país que había agotado las ilusiones del pueblo a través de una innumerable lista de funcionarios corruptos y que estipuló el modelo delictivo desde las propias vidrieras estatales generó como contravirus el nacimiento de una nueva mitología. Una frase típica de la época, transmitida por las radios clandestinas y repetida por las publicaciones subterráneas era “Robar lo que nos han robado, matar lo que nos han matado”.

Salvador Aón, el lugarteniente del legendario Harfusch, deambuló clandestinamente por todo el país incentivando la revuelta.

A mediados de septiembre de 1999 se realizó la primera gran reunión conspirativa en la provincia de Neuquén. Roger Philips, en el ya citado Argentina, la marabunta de la historia, da testimonio de ese encuentro: “Tal como había sucedido en el bar La Olla, en San Agustín, el cónclave neuquino fue un encuentro oportuno y espontáneo de ciertas personalidades. Nadie llegó allí con un proyecto. Nadie tenía un plan o siquiera un propósito claro. El asalto a Buenos Aires se gestó entre borracheras y discusiones absurdas”.

Allí se conocieron Rogelio Duarte -famoso traficante de cocaína, cuya peculiar banda estaba conformada por una mayoría de indios tobas, chiriguanos y yagués-, el poderoso clan de los hermanos Catenacci, en representación de las provincias del norte, y otros líderes muertos con posterioridad en el asalto.

Estas fueron las declaraciones que con posterioridad hizo Salvador Aón para un matutino francés: “Nos dimos cuenta de que el país ya no era de nadie. No había país: era cosa de estirar la mano y tomarlo todo. Sólo teníamos que encontrar la forma de hacerlo. No era tan fácil mover una mano formada por millones de personas. Entonces pensamos en dejarlos ciegos. Un apagón en Buenos Aires, un apagón que los dejara ciegos”.

Enrique Symns - “Invitación al abismo”

sábado, 30 de agosto de 2008

7) El Tren de la muerte

El problema más grave para el gobierno nacional continuaba siendo la invasión desordenada de cabecitas negras que el hambre y la desocupación arrastraba en oleadas cada vez más notorias hacia el Gran Buenos Aires, aumentando la población lumpenal y, por tanto acrecentando el poder de las pandillas que día tras día iban aumentando su poder en las zonas marginales de la ciudad. Las campañas publicitarias que continuamente se realizaban tratando de retener a los pobladores del interior en sus ciudades y pueblos de origen no daban ningún resultado.

A fines del año 1998, el gobierno se decidió por crear una invisible frontera alrededor de la Capital Federal. Los pasajes a Buenos Aires se vendían sólo con permisos especiales que debían estar autorizados por los municipios. Se realizaban estrictos controles en aeropuertos, estaciones y terminales de ómnibus. Después de reprimir algunos incidentes aislados, el sistema de control pareció demostrar su ineficacia. La teoría de los dos países quedó dibujada sobre el mapa de la Argentina.

Pero el 17 de septiembre de 1999 un tren proveniente de Tucumán fue asaltado por una turba de desocupados, poco después de partir de la ciudad de San Miguel. Más de mil polizones, armados con palos y navajas, se diseminaron por los vagones, asaltaron las bodegas del salón comedor y tomaron el poder del tren. Fue una noche de jolgorio y de aventura para aquellas mil almas que jamás habían conocido otro placer que el de evadir continuamente el sufrimiento.

El tren fue detenido en Grand Bourg, a pocos kilómetros de la estación Retiro, su destino final. La orden era estricta: los mil polizones debían ser detenidos y regresados a Tucumán. La policía provincial que efectuó el procedimiento intentó parlamentar con los pasajeros ilegales pero el exceso de alcohol, así como la ansiedad de entrar en la ciudad que ya tenían al alcance de la mano, desató la violencia.

Los primeros enfrentamientos fueron con palos y balas de goma; en ese combate, las fuerzas del orden llevaron la peor parte. De inmediato se produjo el tiroteo. La multitud fue virtualmente fusilada, dentro y fuera de los vagones. En esa trágica jornada murieron veintisiete civiles y cuatro agentes del orden.

Para el sociólogo francés Jacques Moncassin, “el incidente del Tren de la Muerte puede ser considerado como el hecho histórico que marca el inicio del asalto a Buenos Aires. Si bien los argentinos estaban acostumbrados a los hechos de violencia, los asesinatos y las represiones descontroladas, el Tren de la Muerte les hizo tomar conciencia de esa frontera invisible que los separaba. La migración clandestina había tenido como causa el hambre; la avalancha que sobrevendría estaba generada por el odio”.

La computadora Osiris I recogió voces provenientes desde todos los rincones del país. En todas partes se hablaba de lo mismo. Como en una pesadilla, en cada pueblo y cada aldea, en cada bar y cada calle, se escuchaba la misma orden: “¡A Buenos Aires! ¡A Buenos Aires!”.

Las fotos satelitales registradas el 25 de septiembre ya identificaban a las primeras compactas multitudes que comenzaban a formarse.

Enrique Symns - “Invitación al abismo”

miércoles, 6 de agosto de 2008

6) Nace una leyenda

El Operativo Honor se realizó manteniendo en absoluto anonimato a los efectivos que en él participaron. Esa misma noche los quinientos soldados fueron transportados a Coronel Pringles, tomaron la ciudad y cortaron toda comunicación con San Agustín. Antes del amanecer, los comandos entraron en San Agustín tomando por sorpresa a los rebeldes que, inexplicablemente, habían relajado la vigilancia.

Más que una batalla fue una matanza. El bar La Olla, cuartel general de los subversivos y símbolo nacional de la rebeldía, fue demolido. La estación de trenes y la comisaría también fueron destruidos. Los rebeldes se acantonaron en el Parque Nacional Lucio Miranda, en las afueras del pueblo, y allí fueron cazados y fusilados uno por uno. Harfusch, alias El Libanés, jefe supremo de los rebeldes, fue eliminado al mediodía. Su lugarteniente, Salvador Aón, logró escapar en la confusión del combate y es su testimonio quizá parcial el que recoge Roger Philips, en su libro Argentina, la marabunta de la historia: “No es cierto que mataran a mujeres o a niños. Todo lo contrario. Se cuidaban muy bien de no herirlos. A los hombres sí, les daban con todo. Te fusilaban donde te encontraban, estuvieras armado o no. León (Harfusch) estaba mal herido pero vivo cuando lo capturaron. Un oficial le tomó el pulso y luego, con mucha calma, sacó su pistola y lo remató”.

Las cifras oficiales fueron de veintiocho muertos y setenta y cinco heridos. Según Philips, hubo más de doscientos muertos y no menos de quinientos heridos. Pero el arsenal que los rebeldes habían capturado en el combate de la Curva del Zorro no fue recuperado.

El titular del diario Clarín del 9 de febrero de 1999 era espectacularmente triunfalista: “La guerrilla fue exterminada”. Los noticieros televisivos agotaron a los espectadores con interminables reportajes a los nuevos héroes que habían aniquilado el foco subversivo.


Sin embargo, el embajador Millar de los Estados Unidos transmitió al gobierno argentino su desagrado por la represión desatada. Los dioses Osiris, las supercomputadoras que vigilaban el mundo, pronosticaron un aumento cuantitativo de la violencia social.

Al cabo de un par de semanas del Operativo Honor, León Harfusch se convirtió en héroe popular. En el imaginario colectivo su figura pasó a ser una combinación ideal entre el Che Guevara y el general Perón. Las radios pirata que pululaban por todo el país comenzaron a transmitir programas de carácter francamente subversivo.

Fue como el despertar de un volcán. Un temblor bajo la superficie del inconsciente colectivo arrancó de sus hogares a millares de campesinos hambreados, obreros de la construcción, bandidos, desamparados, jóvenes sin futuro, analfabetos, mendigos. En cada casa, en cada escuela, en cada bar se declaraba un estado caótico de asamblea permanente.


Roger Philips escribió: “El principal enemigo de las instituciones democráticas no fueron los rebeldes o subversivos. Fue la solidaridad. Cuando se formaron las primeras cooperativas de consumo y de trabajo, cuando las radios clandestinas comenzaron a conectarse entre sí y la prensa subterránea funcionó como un correo social, cuando por las noches las puertas de las casas quedaron abiertas, el sistema comenzó a derrumbarse”.



Enrique Symns - “Invitación al abismo”

sábado, 31 de mayo de 2008

5) El rey del mundo

Mientras estos sucesos alteraban profundamente el orden y la dirección del viaje de uno de los países más importantes de Latinoamérica, en los Estados Unidos -cerebro del imperio, cuya convicción más inconsciente y misteriosa impulsaba al hombre más allá de los límites de la gravedad terrestre- se puso en estado de alerta a dos de sus más recientes creaciones: Osiris I y Osiris II. Los llamaban los Cerebros Planetarios; eran dos supercomputadoras.

Embutida en un gigantesco satélite que orbitaba la tierra, Osiris I era la más inteligente computadora jamás construida. Contaba con doscientos “sentidos” en una clara demostración de superioridad sobre la especie humana, apenas portadora de no más de siete sentidos receptores de estímulos. Estos sensores eran los doscientos Horus, pequeños satélites con capacidad de alimentar el cerebro de Osiris I con más de quinientos mil datos por minuto. Los Horus espiaban, escuchaban, fotografiaban, realizaban estadísticas y sintetizaban probabilidades de todos los sucesos que acontecían en el planeta. Podían escuchar cualquier conversación aún cuando se efectuase en un susurro, si se lo proponían. Osiris I, como un auténtico Dios, era omnipresente, estaba en todas partes al mismo tiempo. Era la conciencia planetaria y en su cerebro estaba contenido el futuro humano probable en los siguientes diez años.

Osiris II, ubicada en algún lugar supersecreto del territorio americano, transformaba esa información en táctica cotidiana de acción. Gobernar el mundo era escuchar a Osiris.

Cuando se le ordenó a Osiris I que dirigiera todo su arsenal perceptivo hacia San Agustín, la computadora demoró menos de veinticuatro horas en insinuar la estrategia. El gobierno aceptó sumisamente las órdenes divinas de Osiris. Se modificó el lenguaje periodístico y los “subversivos” pasaron a ser “víctimas de la crisis social”. Se realizaron conmovedores llamados a la unidad nacional y, auspiciado por todas las casas provinciales, se realizó en la ciudad de Córdoba un festival en el que participaron los artistas populares de mayor renombre en el país. Más de doscientas mil personas se reunieron a cantar por la paz. La banca internacional otorgó un crédito de diez mil millones de dólares al gobierno argentino.

Los últimos días de enero de 1999 encontraron al país dispuesto a deponer toda acción violenta. Pero la situación de San Agustín debía ser resuelta. Los rebeldes no entregaron sus armas ni hicieron signos de resignar el gobierno de facto. La noche del 7 de febrero, en absoluto secreto, quinientos efectivos concentrados en Bahía Blanca partieron hacia San Agustín.



Enrique Symns - “Invitación al abismo”

martes, 29 de abril de 2008

4) La guerra de los paisanos

A raíz del incremento descontrolado de una nueva y feroz delincuencia y del surgimiento de conflictos sociales de impredecible continuidad, el gobierno creó un cuerpo de combate especial. Lo llamó Ejército Constitucional Federativo (ECF) y le dio autoridad operativa en todo el país. Eran el terror de las pandillas organizadas que asolaban el Gran Buenos Aires y también de los piquetes de huelguistas y manifestantes de todo el país.

Sin considerar el real calibre del enemigo a enfrentar, el 6 de octubre de 1998 el grupo de cincuenta comandos partió a cumplir con su misión. Además de los experimentados combatientes llevaban dos carros de asalto, ametralladoras pesadas y los nuevos fusiles M46, popularmente denominados Terminador ya que disparaban por un sistema de microcomputación casi sin participación del tirador. El Ejército Constitucional Federativo -más conocido como los “Pumas de Acero”- entró triunfalmente en Coronel Pringles. Los efectivos militares recibieron una bienvenida fría y distante de los lugareños.

El 8 de octubre partieron hacia San Agustín, distante apenas 13 kilómetros de Pringles. Nunca llegaron a destino. A cuatro kilómetros de San Agustín, en una curva conocida como “la Curva del Zorro”, cayeron en una trampa casi infantil, pero eficaz por lo inesperada. La prensa internacional la llamó “La Batalla de los Treinta Minutos”. Los paisanos, simplemente “La Guerra del Zorro”. Unas vacas atravesando la ruta detuvieron la caravana. Los árboles, los arbustos inventados y las fosas cavadas junto al camino sirvieron de refugio a una multitud de paisanos, hombres de campo y comerciantes que ese día trabajaron de francotiradores. La batalla duró menos de treinta minutos. En los primeros cinco, la mitad de los efectivos militares fue eliminada, antes de que se produjera alguna reacción.

El New York Times afirmaría unos días después que el armamento utilizado por los paisanos provenía de Honduras y que los francotiradores usaron las ametralladoras Rascolnikoff 12 de origen soviético. Salvador Aón, lugarteniente de Harfusch, declaró a la prensa: “Usamos los chumbos y metras que afanamos de comisarías y cuarteles”. Lo cierto fue que treinta minutos después de disparado el primer tiro, los Pumas de Acero se rindieron. Quedaban con vida apenas once soldados. Los paisanos acusaron dieciocho muertos y veintitrés heridos. Los prisioneros fueron alojados en el Hotel San Agustín.

El escándalo internacional no pudo evitarse. Desde Buenos Aires a La Quiaca, desde Bolivia hasta Mozambique, la Guerra del Zorro fue motivo de polémica para toda la humanidad. Los ojos del mundo enfocaron San Agustín.

Enrique Symns - “Invitación al abismo”

domingo, 13 de abril de 2008

3) La Masacre de San Agustín

La falta de suministros, la desconexión aguda del gobierno central con los problemas del interior y el creciente escepticismo ante una democracia que demostraba mes tras mes ser más declamativa que real, conformaban la trama climática de una inestabilidad crítica a mediados de 1998. La represión se amparaba tras la fachada de una legalidad defendida a ultranza. Los delitos contra la propiedad podían ser castigados hasta con la pena de muerte si estaban acompañados por secuestro o asesinato. Fue así que el gobierno se inquietó ante las denuncias y rumores sobre los supuestos delitos que se estaban cometiendo en San Agustín.

El 14 de septiembre de 1998 partió hacia esa ciudad una comisión bicameral. La comitiva también incluía periodistas, agentes policiales y empleados administrativos: un total de veinte integrantes.

Fueron recibidos con todos los honores en el municipio de San Agustín y las autoridades locales se pusieron a entera disposición de los investigadores.

El 18 de septiembre fue viernes. Pero no era viernes. La actividad normal de la ciudad se fue alterando a medida que transcurrían las horas. Como si un invisible telégrafo estuviera transmitiendo, al anochecer todos los pobladores se encerraron en sus casas. Los bares y clubes se cerraron. El baile del fin de semana fue suspendido. A las diez de la noche las calles estaban desiertas. Solamente andaban los matadores. Nunca hubo un relato oficial de la matanza. Roger Philips, autor del best-seller Argentina, la marabunta de la historia, recoge un testimonio anónimo:

“La decisión del asesinato masivo -dice el autor- fue tomada en el bar La Olla, unos días antes, por una votación de 1.230 votos a favor y 123 en contra. Fueron las elecciones más originales de que se tenga memoria: se votaba por el sí o el no al asesinato. Harfusch, El Libanés, y seis de los matones que siempre lo acompañaban fueron los encargados de realizar el trabajo sucio. Pero los asesinos eran 1.230 ciudadanos. Cuatro de los diputados, dos periodistas y tres custodios fueron detenidos en un camino de tierra cuando regresaban de interrogar a un falso testigo. Se simuló un procedimiento rutinario de control de automotores. Fueron fusilados a la vera del camino; los que intentaron huir fueron perseguidos y rematados en el campo”.

Según Philips, los matarifes regresaron a la ciudad para completar la tarea ya bien entrada la noche. El resto de la comitiva estaba reunida en el hall del Hotel San Agustín: miraban televisión o trabajaban en pequeños grupos. Fueron asesinados uno por uno sin que pudieran oponer la menor resistencia.

La Comisión San Agustín se esfumó literalmente de un día para otro.

Con increible audacia, los sanagustinos anunciaron a los medios informativos de la Capital que los integrantes de la comisión habían partido hacia Buenos Aires en la mañana del día 19.

Una semana después, mediante un decreto, se solicitó la intervención del ejército. El 6 de octubre partieron cincuenta efectivos de infantería con orden de destituir provisionalmente a las autoridades de San Agustín, hasta asegurar las condiciones de seguridad para que asumiera una intervención ya designada. Se iniciaba la guerra.




Enrique Symns - “Invitación al abismo”

lunes, 17 de marzo de 2008

2) La Olla del diablo

Transcurridos ya casi veinte años de los episodios de Londrina -ciudad brasileña donde gran parte de sus pobladores se confabularon para vivir del delito-, es posible afirmar que se convirtió en el hito histórico merecedor del apelativo “Síndrome Londrina”, con que fue denominado cada episodio similar acaecido en el resto de Latinoamérica.

No sólo se desconstituyeron todos los roles de poder -ya que policías, profesionales, operarios, comerciantes y políticos trabajaron juntos en la conspiración- sino que, además, surgió un nuevo concepto de mafia. Para Jacques Moncassin, “(...) después de Londrina es necesario crear una nueva palabra. El término 'delincuencia', cuando adquiere proporciones tan universales, deja de ser eficaz”.

A pesar del pacto de silencio de la prensa internacional, Londrina se convirtió en una enfermedad social más contagiosa que el sida y cundió por los países del Tercer Mundo.

Fue el caso de San Agustín, una población de diez mil habitantes al sur de la provincia de Buenos Aires, el que adquirió las connotaciones más graves.

En el bar La Olla, frente a la estación de trenes de San Agustín, una fría tarde de agosto de 1998 se realizaba a puertas cerradas la más inquietante de las reuniones que el pueblo contara en sus anales. Convocados por Harfusch, El Libanés, se hallaban allí reunidos los más importantes personajes del pueblo: el intendente, el comisario, médicos del hospital regional, comerciantes y hampones. Harfusch formaba parte de una nueva casta de líderes espontáneos que se estaba gestando en muchos pueblos del interior del país.

Palestinos, libaneses, iraníes y demás desterrados después de la denominada Guerra Final (marzo 1996 – diciembre 1996) en la que Israel impuso su definitiva hegemonía sobre los territorios en disputa, formaron una corriente migratoria de siniestras características. Eran hombres para los que la muerte no significaba gran cosa. Harfusch, nacido en una aldea en la frontera con Siria, había conseguido fugarse luego de perder a toda su familia en una de las diversas extensiones de aquella guerra.

Llegado a la Argentina, vagabundeó por la provincia como vendedor ambulante hasta instalarse al poco tiempo en San Agustín, donde fue casi inmediatamente reconocido como líder por su conducta solidaria y la audacia de sus proyectos. Harfusch formó una pequeña mafia con los comerciantes de la zona. Si Londrina había sido el resultado de una explosión espontánea de rebeldía ante el hambre y la desocupación, San Agustín fue consecuencia de un plan minuciosamente urdido. Al club inicial de veinte integrantes, con velocidad geométrica, se fueron incluyendo al cabo de unos meses más de seiscientos agustinenses. Seiscientas familias honestas se pasaron de un día para otro al bando del delito.

Pero esa fría tarde de agosto, en el bar La Olla, la organización -que ya contaba con mil cuatrocientos integrantes- se encontraba enfrentada a un serio problema. En seis meses de evadir impuestos, saquear turistas en trenes y colectivos de larga distancia, cuatrerear ganado en poblaciones aledañas, las arcas de la mafia agustina se habían incrementado notablemente y, mientras el ingreso normal de cualquier habitante de la región era de treinta dólares per cápita, el de los agustinenses superaba los trescientos. El aumento de confort de los agustinenses se hizo visible para los pobladores de ciudades cercanas: Coronel Pringles, San Antonio Oeste y Tandil fueron los cubiles del rumor.

El gobierno central no demoró mucho en enviar una comisión investigadora. Y esa tarde, en el bar La Olla, se tomaba una decisión importante. Londrina había sido una experiencia pacífica, pero por perdonar la vida de un testigo los conspiradores fueron descubiertos y arrestados. Esa tarde, en San Agustín, se decidía el asesinato.

Enrique Symns - “Invitación al abismo”

viernes, 22 de febrero de 2008

1) Síndrome Londrina

Londrina (golondrina, en castellano) era y es aún hoy una pequeña ciudad al suroeste del estado de San Pablo. Sus -en aquel entonces- cincuenta mil habitantes eran en su mayor parte trabajadores “golondrinas”, es decir, agricultores u obreros de la construcción que viajaban de una localidad a otra, siguiendo el viento de las temporadas. La población de Londrina estaba formada por un contingente de viajeros que por una causa o por otra decidieron convertir la ciudad en su residencia. La quiebra financiera internacional que estalló a fines de los 80 arrastró a los londrinenses (igual que a la mayoría de los braileños) a la más brutal de las miserias. No hubo antropólogos que se dedicaran a estudiar los motivos por los cuales el mayor escándalo de la historia delictiva del país se produjera justamente allí.

El 13 de diciembre de 1995, el hacendado Joao Gonzaga de Alves asentó una increíble denuncia en la ciudad de Assis (a pocos kilómetros de Londrina). Ante el escepticismo de los oficiales de guardia, Gonzaga de Alves relató que había sido secuestrado en su ciudad natal, Londrina, por un grupo de delincuentes, quienes desvalijaron su casa, cuatrearon su ganado, lo despojaron del dinero acumulado en su cuenta bancaria y le sustrajeron dos automóviles, además de otros valores. Al efectuar la denuncia en la delegación de Londrina, el anonadado ganadero, quien esperaba encontrar protección y aistencia, fue brutalmente golpeado por las fuerzas del orden. El trámite culminó con una concreta amenaza de muerte en el caso de que continuara esparciendo “falsos rumores sobre honestos ciudadanos”.

Gonzaga de Alves vivió una semana de pesadilla. Era vigilado por los vecinos día y noche, su teléfono estaba interceptado y habitualmente lo visitaban desconocidos que reiteraban las amenazas. Comprendió que era prisionero en su propia ciudad.

Astutamente, el ganadero simuló aceptar incondicionalmente las reglas de aquel cautiverio y, luego de un minucioso plan, el 12 de diciembre logró fugarse a la ciudad de Assis. No transcurrió mucho tiempo desde el momento que sus declaraciones fueron tomadas con incredulidad en la delegación de Assis hasta que se desató el escándalo. El 5 de enero de 1996 el presidente Brizzola ordenó una completa investigación. La ciudad de Londrina fue intervenida por autoridades federales y los resultados de la investigación destaparon un complot de vastos alcances. No sólo la policía de la ciudad sino también el alcalde, los concejales, comerciantes, profesionales, empleados del gobierno, conductores de transporte público y hasta simples obreros formaban parte de la organización criminal cuyas actividades abarcaban todos los rubros: pirateo del asfalto, tráfico de drogas, estafas, robos, falsas compras de equipamiento, secuestros extorsivos, etcétera. El juicio nunca culminó. Fueron detenidas y procesadas más de trecientas cincuenta personas, de las cuales terminaron condenadas con distintas penas cincuenta y seis de ellas. La prensa brasileña recibió la orden de silenciar el tema y las propias agencias imperiales se unieron al pacto de silencio.

Una leyenda popular de gran raigambre narra que Harfusch, alias El Libanés, sentado en una mesa del bar La Olla, en San Agustín -un pequeño pueblito de la provincia de Buenos Aires a pocos kilómetros de Coronel Pringles-, leyó una extensa nota publicada por el matutino Sur, aparecida el 15 de enero de ese año, sobre los acontecimientos de Londrina. Dicen que a raíz de esa lectura fue que ese día Harfusch tuvo la idea. El Síndrome Londrina, como una nueva enfermedad contagiosa, empezaba a extenderse

Enrique Symns - “Invitación al abismo”
El corazón del universo late aquí donde, por suerte, todo está perdido. Aquí la guerra ha terminado y el guerrero vencido puede descansar. Aquí la sabiduría no existe y el sabio puede ignorar. Aquí el amor s una carta que las miradas jamás se escriben. Aquí podés abandonar tu libreto porque el teatro está vacío. Aquí podés hacer dormir tus planes porque el vacío ilumina lo único que hay: nada.
Hace veinte mil millones de años que esto es así. El sistema solar es un campo de concentración nazi donde los planetas circulan atrapados por los grilletes de sus órbitas. Y el primer pez fue un asesino en cuanto tuvo hambre.
Estás aquí, donde todo te resulta gratis porque el sol se quema a sí mismo como un bonzo que se suicida por tristeza. Donde las sonrisas siempre terminan en puñaladas. Donde la noche miedosa deja corretear el misterio hasta que la maldición del día lo ilumina con sus preguntas.
Aquí, donde los locos han esposado esposas al esposo, donde han madreado hijos para padrearlos, donde envejecen niños para que adulteen; en este colegio de atrasados mentales, donde el ángel aprende a leer y escribir las leyes que prohiben volar.
Aquí, amigo, donde compartimos lo que nos robamos, donde mentimos lo que ignoramos. Hacia aquí venimos. Donde no esperamos a nadie ni nadie nos vendrá a buscar.
Aquí, donde vos sos el único brillo que nadie podrá percibir.

Enrique Symns - “Invitación al abismo”

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Así comienza, en el libro "Invitación al abismo", el capítulo titulado "El odio es una pistola fría".

Allí, entre otros artículos, se puede leer una selección de episodios del folletín "1999: el asalto a Buenos Aires", publicado originalmente en el diario "Sur" entre el 15 de junio y el 4 de agosto de 1988.

A partir de aquí, publicaré esos textos, manteniendo el orden en que aparecen en el libro.

jueves, 24 de enero de 2008

Los Microdioses

Por William Borroughs

Durante miles de años el hombre ignoró la existencia de los virus. Aquellos individuos que a través de los tiempos sospechaban la verdad, intentaron investigarla y dejar algún testimonio, fueron considerados poetas, farsantes, locos o místicos. Fue en el transcurso de la década del 90 que las sospechas pudieron ser confirmadas. Los virus quedaron expuestos a la mirada del hombre.

Espionaje celular

Fue a mediados de la década del 30, gracias a la invención del microscopio electrónico, que pudo realizarse una visualización directa del mayor enemigo de la vida terrestre: los virus. El microscopio electrónico cumplió la misma función que los grandes telescopios modernos: el hombre pudo explorar las galaxias microscópicas distantes a millones de años luz dentro de su propio cuerpo.

Una definición muy conservadora de los virus en aquella época fue la del primer gran experto en el tema, el doctor E. H. Cricks: "Los virus forman una línea divisoria entre el estado vivo y el estado muerto". Expresado en términos más simples, no están ni vivos ni muertos, tienen una estructura inanimada y una conducta animada.

Los legendarios "extraterrestres" anunciados por la ciencia ficción y los populares ovnis difundidos por el esoterismo y por los mitos de distintos pueblos existían, pero eran microscópicos, cientos de veces más pequeños que una célula. Sus estructuras geométricas, icosaédricas y heliocoidales, sus desplazamientos cuasimatemáticos; sus sistemas de acoplamiento, fueron conformando la imagen de una "cápsula espacial".

Estos misteriosos navegantes se introdujeron en las células de un macromundo, probablemente sin distinguir la naturaleza de los huéspedes a los que sólo estudiaban con la intención de imitar su estructura celular. Fue denominado por los expertos "la batalla de las proteínas".

Recién en el año 1994, el doctor Besançon pudo confirmar experimentalmente lo que hasta ese momento eran sólo conjeturas teóricas: la existencia del virus hipotalámico, un auténtico laboratorio montado en la corteza cerebral humana. La función de estos virus consistía en segregar la sustancia denominada "imagen oral" o también "palabras visuales". Este descubrimiento desató la competencia más despiadada entre los principales laboratorios del primer mundo para encontrar una vacuna capaz de neutralizar esta peste. La peste más peligrosa de toda la historia humana, más mortal que la peste negra o el sida.

Los "palabrófagos" que circularon en los laboratorios de Alemania no hicieron más que incentivar la conducta destructiva de los virus.

El trabajo del virus hipotalámico consistía en analizar las sustancias químicas producidas por el pensamiento humano y transformarlas en una invisible baba de palabras que cegaban la percepción del huésped. Los hombres dejaron de ver el mundo para ver sólo palabras: botella, cielo, casa. Pero esa baba de palabras (el mítico maya de los hindúes) no sólo servía para enceguecer al hombre sino que, además, era utilizada por los invasores como pantalla para proyectar su mandato.

¿Quiénes son?

Los actuales adelantos técnicos, especialmente los sondeos láser y la holografía microscópica, nos permiten hoy tener un identikit bastante aproximado del enemigo.

El análisis láser realizado por el equipo del doctor Andrés Loff sobre los muebles y las paredes de un cuarto permitió dibujar la invisible estrategia del invasor. La estructura geométrica de las construcciones humanas, tanto en los microobjetos como en la ciudad que es la mayor de sus elaboraciones, hizo comprender a los investigadores que desde hace miles de años el hombre ha estado reproduciendo el paisaje de otro mundo.

Según el experto en cibervirus A. W. Watson, "el sometimiento de la especie humana fue realizado probablemente en tres etapas, y en cada una de ellas el intenso dolor que provocaba la manipulación era calmado mediante la utilización de una anestesia adaptativa, que iba provocando en el huésped adicción química y placer sensorial".

Las palabras "evolución" o "cultura" funcionan actualmente en la trama virósica como ilusiones lumínicas. El dolor no desapareció totalmente, se transformó en malestar.

En la primera etapa, cuando se produjo la invasión, fue insertado en el hipotálamo lo que en la década del 70 denominé Mente Reactiva. Escribí: "Situado detrás del cerebro, el hipotálamo es el centro regulador del sistema nervioso autónomo, que controla los procesos corporales y el metabolismo. El hipotálamo es, sin duda, el punto de intersección neurológica donde fue instalada la Mente Reactiva. Este mecanismo puede describirse como un centro regulador artificialmente construido que se inserta sobre el centro regulador natural. La Mente Reactiva es muy antigua, anterior a todas las lenguas modernas, y sin embargo se manifiesta a través de todas ellas. Este sistema simbólico insertado cumple la función de recibir órdenes contenidas en las palabras y en las imágenes. La orden que se recibe hay que cumplirla a consecuencia de haber nacido. Estas órdenes están basadas en tres proposiciones básicas:

a) buscar alimento;

b) buscar refugio;

c) buscar satisfacción sexual.

Estas órdenes fueron luego enfrentadas a su par opuesto:

a) ser generoso;

b) salir a explorar;

c) amar al prójimo.

Las órdenes son imposibles de cumplir y, cuando el sujeto reacciona contra ellas, la reacción activa con más fuerza el control.

Para poder luchar contra esta Mente Reactiva debemos conocerla, alcanzar la fuente original desde donde manan las palabras y las imágenes; pero quienes utilizan estos instrumentos de control tratan de impedir toda investigación".

Dice el doctor Watterson: "Los invasores microvirósicos dominaron el grito animal introduciendo un código de órdenes interceptoras electromagnéticas, que fueron las consonantes. La función denominada 'razón' fue programada en la segunda etapa. Esta 'radio' de otro mundo comenzó a sincronizar los movimientos humanos en todo el planeta. Podríamos decir que en el pasaje que hubo de la cultura griega a la romana se logró la robotización del hombre. La tercera etapa se inicia en el siglo XX. La electricidad fue el instrumento más poderosamente destructor que lograron imponer. Si la imprenta había logrado difundir el código del invasor, éste no alcanzaba para contagiar a toda la especie. Los aparatos eléctricos uniformaron la comprensión y paralizaron al huésped".

El poder del odio

Ellos somos nosotros. Pero, ¿qué es lo que de nosotros aún no es Ellos?

Para que cumpliera su función, el impulso del huésped debía conservar un cierto grado de libertad reflexiva, de inteligencia optativa. Con el transcurrir de todo este proceso milenario, esa mínima independencia fue creando en el huésped una zona marginal y autónoma: aunque parezca imposible, este animal lobotomizado descubrió la existencia del invasor y lo odió.

El odio es una sustancia química incompatible de ser replicada por el virus. Sus jeringas mentales no pudieron penetrar esas corrientes de odio animal que mañana quizás sean capaces de quemar el paisaje de otro mundo.

Las bases de operaciones instaladas en la espina dorsal, el cerebro, el aparato respiratorio y los órganos sexuales han acelerado en estas décadas la producción de enfermedades, y éstas son el signo de que se prepara la ocupación final del territorio.

Este mundo no nos pertenece. Debemos abandonarlo. El trabajo es todos los días. Interceptar las cadenas asociativas. Disociar el sentido planificado de los actos. La serpiente de la espina dorsal se replegará hasta invertir su proyecto. Volvamos a los pantanos.


Enrique Symns - “Invitación al abismo”