Por Leo Nerón
En el alucinante morro de Santa Teresa, en la alucineta de ciudad que es Río de Janeiro, aproximadamente en el año 1970 se concentró una comunidad de atorrantes del dharma que utilizaron sus cerebros como cocteleras donde agitaban sus experimentos lisérgicos. En cuanto me mudé al barrio fui conociendo a todos los personajes: el Anestesio, el Floripondio, el Datura, el Trufa.
Todos se mandaban la parte y se hacían los legendarios. El que no veía duendes, chamullaba con los árboles; el que no se escribía cartas mentales con Buda, se hablaba por tubo con la nada. Era pura piratería de zarpado. Excepto el Lechita.
Lechita estaba piradazo mismo, no tenía células grises ni azules sino docenas de murgas lisérgicas haciendo batucada en su zabiola. El día que me lo presentaron le di la mano y todos los demás zarpados pegaron un salto tratando de evitar el desastre. Llegaron tarde. Fue lo mismo que tocar un cable de alta tensión.
Cuando desperté, un segundo después, dije:
-No existe el movimiento, tampoco existe la materia, sólo hay una infinita llanura mental que se proyecta a sí misma desde todos los puntos de sí misma...
Con un sincero apretón de mano el loco me mandó al núcleo de la pantomima y yo sentí que por primera vez alguien me había explicado algo en toda mi vida.
No era un buen momento para la truchada dhármica. Los esotéricos habían descubierto el filón que colmaba el morro: todos aquellos locos pirados tomando pepas día y noche eran la gilada perfecta a la que ellos podían comerle el coco.
Los sufis los primerearon a los guardievos, los krishnas y todos los otros. Y al toque todos los triperos se pasaron al aburrido batallón de los buscadores de la verdad. Lechita se sintió terriblemente traicionado.
-¿Qué verdad? -decía sabiamente Lechita-. ¿La verdad de la milanesa que explica que adentro del decorado hay siempre un bife de cadáver?
Pero Lechita era un sentimental y nos quería. Así que cuando toda la manga de salamines (entre los que debo contarme) concurría en masa a esos mítines transferenciales meditativos que organizaban los sufis, el loco nos acompañaba. Iba y se hacía el sota, pero mucho no le salía y, como no se bancaba además todo el papo furado de los comedores de cocos, el quía interfería. Cuando el ortiva con cara de nazi que dirigía el grupo nos preguntaba qué habíamos sentido en tal o cual ejercicio y nosotros intentábamos responder “una gran paz interior” (que era la frase que había que decir), te encontrabas en cambio diciendo: “¿Puedo chupar una bombacha dentro del ropero?” Querías ir al baño y aparecías meando dentro de la heladera. Los chabones, que eran revigilantes, lo detectaron al toque y lo expulsaron con la vil excusa de que era un drogadicto irredento.
El candombe se armó cuando se produjo la visita del Gran Sufi, el poncho negro de las pampas espirituales, nada menos y nada más que el Idris Shah. Todos los locones andaban histéricos como groupies de Mick Jagger, ansiosos por conocer a la estrella máxima del rock and roll meditativo y hasta el Lechita se contagió la ansiedad y nos imploró que intercediéramos por él ante la jefatura para que le permitieran asistir al evento.
Lechita nos juró por el invisible forro que separa la conciencia del cuerpo que se iba a portar más careta que un obispo. Giles podíamos ser, pero no traidores, así que toda la pandilla en pleno hizo una solemne apretada a la jefatura y no les quedó más remedio que otorgar el permiso.
Y llegó el gran día. El Idris Shah entró y se instaló en un almohadón cósmico con los ojos mirando el planeta Júpiter y con la actitud que dejaba en evidencia lo difícil que iba a ser para un profesor de matemáticas explicarles a unos analfabetos el teorema de Pitágoras.
Pero le duró poco la actitud, porque al toque todo empezó a zozobrar. El asunto se mareó una cuadra antes de que Lechita llegara. El muy hijo de la gran nada se había preparado un licuado de belladona, con siete dosis de LSD, Ves de mezcalina y unas pizcas de psilocibina.
Lechita caminaba y la calle entera se pegaba tal mambo que las paredes se acostaban como veredas, las ventanas no sabían si mirar para adentro o para afuera y las moléculas lloraban desesperadamente porque los protones se amotinaron y se pelearon con los electrones porque no se bancaban para nada a los neutrones.
La cuestión fue que cuando Lechita tocó el timbre y en vez del timbre sonó Procul Harum y la Orquesta Sinfónica de Londres y la voz de John Lennon dijo “Hola muchachos, soy Lechita”, ahí nos dimos cuenta del candombe que iba a armar el pirado. Fuimos corriendo a la puerta para pedirle que la cortara. Nunca llegamos. No era un pasillo, era la Quebrada de Humahuaca y una serpiente de fuego se descolgaba desde la bombita de luz dentro de la que un ahorcado eyaculaba fotones sobre el sombrero de la oscuridad que todo lo cubre.
Cuando quisimos retroceder nos chocamos contra las sombras eternas que la nada proyecta sobre cada instante para ocultar las tiernas lágrimas que la ausencia de plenitud derrama sobre el vacío que se produjo en el alma de quienes, en aquella reunión, intentábamos huir cobardemente.
El Capo, Idris Shah, intentaba escaparse por la ventana acosado por el vampiro estelar que colgado a la yugular de la existencia trataba inútilmente de robarle la sangre a los fantasmas de seres que estaban muertos mucho antes de nacer.
No había paredes, eran cataratas de imágenes a una velocidad tan hija de puta que el hijo de remilputas de Lechita, en cinco minutos, nos inventó a todos un falso pasado. Así que antes de que, en otros cinco, nos inventara un falso futuro, le juramos que nunca más íbamos a cometer la gilada de empadronarnos en alguna secta buscona.
Demoramos como dos meses en bajarlo al Lechita de ese viaje. Dos meses naufragando nos tuvo a todos.
El Idris Shah, por supuesto, jamás se repuso del shock.
Enrique Symns - "Invitación al abismo"
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