Era tan grande el caos que cundía en ambos bandos que se suponían focos de resistencia donde no los había o se veían avanzar ejércitos donde éstos se habían retirado. Pero la carga más pesada del caos la tenían el ejército y el resto de las fuerzas armadas. Era el momento de defender la ciudad calle por calle y de prepararse a sostener una guerra civil prolongada y cruel, pero la indisciplina y la deserción desconstituyeron el poder orgánico de los defensores. La mayor parte de los soldados eran los así llamados cabecitas negras y producían sabotajes, robaban armas y ejecutaban oficiales. El alto mando decidió una invisible retirada hacia Campo de Mayo para atrincherarse allí y preparar un contraataque. Tal contraataque nunca existió.
El 19 de diciembre la ciudad se dio por tomada. Los diarios Clarín y La Nación, tomados por la planta de trabajadores, publicaron sendos espectaculares títulos: “¡Triunfó la revolución!” y “¡Cayó la dictadura!”. Nadie aclaraba -porque nadie lo sabía- de qué clase de revolución se trataba ni quiénes eran los nuevos gobernantes.

Decenas de miles de personas festejaban enfervorizadas recorriendo la ciudad y por las noches aún se sucedían combates aislados.
El Congreso y la Casa Rosada fueron los últimos bastiones del sistema en rendirse. La vida de los granaderos fue respetada, pero decenas de diputados y senadores, así como tres ministros y otros funcionarios, fueron hechos prisioneros y juzgados sumariamente por un tribunal presidido por Salvador Aón. Había solamente dos sentencias: libertad o fusilamiento.
Enrique Symns - “Invitación al abismo”
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