viernes, 21 de septiembre de 2007

La antilocura nos gobierna

Por el Licenciado José Luis Galeano

El estado del alma más excitante y conmovedor que han conseguido describir los arqueólogos de la aventura es el de la locura. Es casi el estado puro, salvaje del alma, un estado que al desconocerse se torna imposible de imitar.

Lo primero que se aprende en esta profesión es a reconocer a un falso loco. Con el tiempo se aprende a desenmascarar casi inmediatamente el esfuerzo del deteriorado por hacerse pasar por loco: viviendo en la insensibilidad, quiere atravesar la aduana que él mismo colocó en las fronteras de la razón para protegerse del fuego de la sensibilidad.

Ahora bien, ¿por qué un tipo que no está loco intenta serlo o parecerlo?

Una pregunta más interesante: ¿Es posible mediante el trabajo, la voluntad, el entrenamiento cotidiano volverse loco?

Este valor que adjudico a la locura merece una aclaración: se desvaloriza la locura desde una falsa descripción de ella y, sobre todo, señalando el intenso sufrimiento en el que vive inmerso aquel que la padece. El sufrimiento existe y es producido por el reflejo de rechazo que produce entre la mayoría de los hombres esa experiencia terminal a la que tiene acceso prohibido. El poderoso tabú resignifica el estado de gracia como peste peligrosa.

Por otra parte, lo que la psicopatología define como locura no son más que ímprobos esfuerzos por evitarla. El psicópata, por ejemplo, representa el polo opuesto, la anti-locura. Es el ser que intenta forzar la naturaleza de los acontecimientos para ajustarla a los designios de un plan que oculta su absoluta inseguridad ontológica. Porque un loco es un tipo que no se siente inscripto ni desinscripto en ninguna posible descripción de sí mismo.

La paranoia también expresa una profunda desconfianza hacia el proceso en el que se desenvuelve su propia presencia. El paranoico, estando cercano a ella, abandona la posibilidad de acceder a la gracia para vigilar todos los acontecimientos que podrán provocar desequilibrios y hacerle perder un estado existencial que en realidad no ha conquistado.

La gran utopía paranoica consiste en cuidar obsesivamente algo que en realidad no se posee. Si el psicópata es un invasor del entorno que vive acicateado por las puñaladas del miedo, el paranoico es un compulsivo defensor que protege una fortaleza vacía.

El neurótico es el diseño ya objetivado que construye la anti-locura. Es el dibujo congelado de esa fuga del éxtasis. Está tan completamente anti-loco que ha elaborado un engendro: el “sí mismo”, la Identidad. Como nunca se siente debidamente constituido y protegido por esa identidad, la busca obsesivamente, la imita de otros que a su vez la imitan.

Creo que se denominó Dios al primer hombre que se volvió loco. Fue un paranoico que, sospechando esencialmente del relato del psicópata, terminó negando la experiencia de la locura.
El cuarto hombre fue el engendro producido por los relatos del psicópata y el paranoico. El neurótico ni siquiera conoce la posibilidad de la existencia del primer hombre.

El segundo Dios fue el primer hombre que no se volvió loco. Sobre ese Dios neurótico se montaron las civilizaciones, las filosofías y -especialmente- los lenguajes, que son sólo complejos dispositivos de la mentira. Porque el mundo, su entraña, está constituido por una gigantesca mentira. De la verdad sólo queda un dolor en los pliegues más profundos del abismo del alma, una inquietante angustia que es solamente el pus de esa herida. El único Dios fue encerrado en los manicomios de la mitología. Cuando un pintor, un músico o un poeta logran robar una frase, una frase del Dios que pudieron haber sido, una imagen de ese mundo extraviado, un sonido del más allá; cuando el tipo que ha tomado LSD comienza a percibir imágenes que rasgan la ilusión y desenmascaran el complot que es la realidad; cuando el “loquito” en el manicomio establece una otra relación entre los fenómenos, lo que sucede, en todos esos casos, es que el Dios enterrado en los laberintos de la mentira mental está intentando romper el ataúd de creencias en el que ha sido enterrado.

La vida es un estado de gracia. La vida es la locura de la materia.

Hace siglos que el cáncer de la anti-locura ha establecido sus redes virósicas, reemplazando el tejido vital. A aquellos que duden de mis afirmaciones les propongo que hagan un simple experimento. Consíganse un aparato y miren una célula. Olviden todas las idioteces que las palabras han dicho sobre ella. Si la célula está viva, podrán observar la locura que la constituye. Verán también la dicha de esa locura. Verán que toda su danza, su movimiento, su búsqueda, es el intento alucinado de realizar algo imposible: dejar de estar sola.

Enrique Symns - “Invitación al abismo”

Foto: Ramón Acevedo Arce, Chile

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