La falta de suministros, la desconexión aguda del gobierno central con los problemas del interior y el creciente escepticismo ante una democracia que demostraba mes tras mes ser más declamativa que real, conformaban la trama climática de una inestabilidad crítica a mediados de 1998. La represión se amparaba tras la fachada de una legalidad defendida a ultranza. Los delitos contra la propiedad podían ser castigados hasta con la pena de muerte si estaban acompañados por secuestro o asesinato. Fue así que el gobierno se inquietó ante las denuncias y rumores sobre los supuestos delitos que se estaban cometiendo en San Agustín.
El 14 de septiembre de 1998 partió hacia esa ciudad una comisión bicameral. La comitiva también incluía periodistas, agentes policiales y empleados administrativos: un total de veinte integrantes.
Fueron recibidos con todos los honores en el municipio de San Agustín y las autoridades locales se pusieron a entera disposición de los investigadores.
El 18 de septiembre fue viernes. Pero no era viernes. La actividad normal de la ciudad se fue alterando a medida que transcurrían las horas. Como si un invisible telégrafo estuviera transmitiendo, al anochecer todos los pobladores se encerraron en sus casas. Los bares y clubes se cerraron. El baile del fin de semana fue suspendido. A las diez de la noche las calles estaban desiertas. Solamente andaban los matadores. Nunca hubo un relato oficial de la matanza. Roger Philips, autor del best-seller Argentina, la marabunta de la historia, recoge un testimonio anónimo:
“La decisión del asesinato masivo -dice el autor- fue tomada en el bar La Olla, unos días antes, por una votación de 1.230 votos a favor y 123 en contra. Fueron las elecciones más originales de que se tenga memoria: se votaba por el sí o el no al asesinato. Harfusch, El Libanés, y seis de los matones que siempre lo acompañaban fueron los encargados de realizar el trabajo sucio. Pero los asesinos eran 1.230 ciudadanos. Cuatro de los diputados, dos periodistas y tres custodios fueron detenidos en un camino de tierra cuando regresaban de interrogar a un falso testigo. Se simuló un procedimiento rutinario de control de automotores. Fueron fusilados a la vera del camino; los que intentaron huir fueron perseguidos y rematados en el campo”.
Según Philips, los matarifes regresaron a la ciudad para completar la tarea ya bien entrada la noche. El resto de la comitiva estaba reunida en el hall del Hotel San Agustín: miraban televisión o trabajaban en pequeños grupos. Fueron asesinados uno por uno sin que pudieran oponer la menor resistencia.
La Comisión San Agustín se esfumó literalmente de un día para otro.
Con increible audacia, los sanagustinos anunciaron a los medios informativos de la Capital que los integrantes de la comisión habían partido hacia Buenos Aires en la mañana del día 19.
Una semana después, mediante un decreto, se solicitó la intervención del ejército. El 6 de octubre partieron cincuenta efectivos de infantería con orden de destituir provisionalmente a las autoridades de San Agustín, hasta asegurar las condiciones de seguridad para que asumiera una intervención ya designada. Se iniciaba la guerra.
Enrique Symns - “Invitación al abismo”
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