Transcurridos ya casi veinte años de los episodios de Londrina -ciudad brasileña donde gran parte de sus pobladores se confabularon para vivir del delito-, es posible afirmar que se convirtió en el hito histórico merecedor del apelativo “Síndrome Londrina”, con que fue denominado cada episodio similar acaecido en el resto de Latinoamérica.
No sólo se desconstituyeron todos los roles de poder -ya que policías, profesionales, operarios, comerciantes y políticos trabajaron juntos en la conspiración- sino que, además, surgió un nuevo concepto de mafia. Para Jacques Moncassin, “(...) después de Londrina es necesario crear una nueva palabra. El término 'delincuencia', cuando adquiere proporciones tan universales, deja de ser eficaz”.
A pesar del pacto de silencio de la prensa internacional, Londrina se convirtió en una enfermedad social más contagiosa que el sida y cundió por los países del Tercer Mundo.
Fue el caso de San Agustín, una población de diez mil habitantes al sur de la provincia de Buenos Aires, el que adquirió las connotaciones más graves.
En el bar La Olla, frente a la estación de trenes de San Agustín, una fría tarde de agosto de 1998 se realizaba a puertas cerradas la más inquietante de las reuniones que el pueblo contara en sus anales. Convocados por Harfusch, El Libanés, se hallaban allí reunidos los más importantes personajes del pueblo: el intendente, el comisario, médicos del hospital regional, comerciantes y hampones. Harfusch formaba parte de una nueva casta de líderes espontáneos que se estaba gestando en muchos pueblos del interior del país.
Palestinos, libaneses, iraníes y demás desterrados después de la denominada Guerra Final (marzo 1996 – diciembre 1996) en la que Israel impuso su definitiva hegemonía sobre los territorios en disputa, formaron una corriente migratoria de siniestras características. Eran hombres para los que la muerte no significaba gran cosa. Harfusch, nacido en una aldea en la frontera con Siria, había conseguido fugarse luego de perder a toda su familia en una de las diversas extensiones de aquella guerra.
Llegado a la Argentina, vagabundeó por la provincia como vendedor ambulante hasta instalarse al poco tiempo en San Agustín, donde fue casi inmediatamente reconocido como líder por su conducta solidaria y la audacia de sus proyectos. Harfusch formó una pequeña mafia con los comerciantes de la zona. Si Londrina había sido el resultado de una explosión espontánea de rebeldía ante el hambre y la desocupación, San Agustín fue consecuencia de un plan minuciosamente urdido. Al club inicial de veinte integrantes, con velocidad geométrica, se fueron incluyendo al cabo de unos meses más de seiscientos agustinenses. Seiscientas familias honestas se pasaron de un día para otro al bando del delito.
Pero esa fría tarde de agosto, en el bar La Olla, la organización -que ya contaba con mil cuatrocientos integrantes- se encontraba enfrentada a un serio problema. En seis meses de evadir impuestos, saquear turistas en trenes y colectivos de larga distancia, cuatrerear ganado en poblaciones aledañas, las arcas de la mafia agustina se habían incrementado notablemente y, mientras el ingreso normal de cualquier habitante de la región era de treinta dólares per cápita, el de los agustinenses superaba los trescientos. El aumento de confort de los agustinenses se hizo visible para los pobladores de ciudades cercanas: Coronel Pringles, San Antonio Oeste y Tandil fueron los cubiles del rumor.
El gobierno central no demoró mucho en enviar una comisión investigadora. Y esa tarde, en el bar La Olla, se tomaba una decisión importante. Londrina había sido una experiencia pacífica, pero por perdonar la vida de un testigo los conspiradores fueron descubiertos y arrestados. Esa tarde, en San Agustín, se decidía el asesinato.
Enrique Symns - “Invitación al abismo”
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