sábado, 30 de agosto de 2008

7) El Tren de la muerte

El problema más grave para el gobierno nacional continuaba siendo la invasión desordenada de cabecitas negras que el hambre y la desocupación arrastraba en oleadas cada vez más notorias hacia el Gran Buenos Aires, aumentando la población lumpenal y, por tanto acrecentando el poder de las pandillas que día tras día iban aumentando su poder en las zonas marginales de la ciudad. Las campañas publicitarias que continuamente se realizaban tratando de retener a los pobladores del interior en sus ciudades y pueblos de origen no daban ningún resultado.

A fines del año 1998, el gobierno se decidió por crear una invisible frontera alrededor de la Capital Federal. Los pasajes a Buenos Aires se vendían sólo con permisos especiales que debían estar autorizados por los municipios. Se realizaban estrictos controles en aeropuertos, estaciones y terminales de ómnibus. Después de reprimir algunos incidentes aislados, el sistema de control pareció demostrar su ineficacia. La teoría de los dos países quedó dibujada sobre el mapa de la Argentina.

Pero el 17 de septiembre de 1999 un tren proveniente de Tucumán fue asaltado por una turba de desocupados, poco después de partir de la ciudad de San Miguel. Más de mil polizones, armados con palos y navajas, se diseminaron por los vagones, asaltaron las bodegas del salón comedor y tomaron el poder del tren. Fue una noche de jolgorio y de aventura para aquellas mil almas que jamás habían conocido otro placer que el de evadir continuamente el sufrimiento.

El tren fue detenido en Grand Bourg, a pocos kilómetros de la estación Retiro, su destino final. La orden era estricta: los mil polizones debían ser detenidos y regresados a Tucumán. La policía provincial que efectuó el procedimiento intentó parlamentar con los pasajeros ilegales pero el exceso de alcohol, así como la ansiedad de entrar en la ciudad que ya tenían al alcance de la mano, desató la violencia.

Los primeros enfrentamientos fueron con palos y balas de goma; en ese combate, las fuerzas del orden llevaron la peor parte. De inmediato se produjo el tiroteo. La multitud fue virtualmente fusilada, dentro y fuera de los vagones. En esa trágica jornada murieron veintisiete civiles y cuatro agentes del orden.

Para el sociólogo francés Jacques Moncassin, “el incidente del Tren de la Muerte puede ser considerado como el hecho histórico que marca el inicio del asalto a Buenos Aires. Si bien los argentinos estaban acostumbrados a los hechos de violencia, los asesinatos y las represiones descontroladas, el Tren de la Muerte les hizo tomar conciencia de esa frontera invisible que los separaba. La migración clandestina había tenido como causa el hambre; la avalancha que sobrevendría estaba generada por el odio”.

La computadora Osiris I recogió voces provenientes desde todos los rincones del país. En todas partes se hablaba de lo mismo. Como en una pesadilla, en cada pueblo y cada aldea, en cada bar y cada calle, se escuchaba la misma orden: “¡A Buenos Aires! ¡A Buenos Aires!”.

Las fotos satelitales registradas el 25 de septiembre ya identificaban a las primeras compactas multitudes que comenzaban a formarse.

Enrique Symns - “Invitación al abismo”

miércoles, 6 de agosto de 2008

6) Nace una leyenda

El Operativo Honor se realizó manteniendo en absoluto anonimato a los efectivos que en él participaron. Esa misma noche los quinientos soldados fueron transportados a Coronel Pringles, tomaron la ciudad y cortaron toda comunicación con San Agustín. Antes del amanecer, los comandos entraron en San Agustín tomando por sorpresa a los rebeldes que, inexplicablemente, habían relajado la vigilancia.

Más que una batalla fue una matanza. El bar La Olla, cuartel general de los subversivos y símbolo nacional de la rebeldía, fue demolido. La estación de trenes y la comisaría también fueron destruidos. Los rebeldes se acantonaron en el Parque Nacional Lucio Miranda, en las afueras del pueblo, y allí fueron cazados y fusilados uno por uno. Harfusch, alias El Libanés, jefe supremo de los rebeldes, fue eliminado al mediodía. Su lugarteniente, Salvador Aón, logró escapar en la confusión del combate y es su testimonio quizá parcial el que recoge Roger Philips, en su libro Argentina, la marabunta de la historia: “No es cierto que mataran a mujeres o a niños. Todo lo contrario. Se cuidaban muy bien de no herirlos. A los hombres sí, les daban con todo. Te fusilaban donde te encontraban, estuvieras armado o no. León (Harfusch) estaba mal herido pero vivo cuando lo capturaron. Un oficial le tomó el pulso y luego, con mucha calma, sacó su pistola y lo remató”.

Las cifras oficiales fueron de veintiocho muertos y setenta y cinco heridos. Según Philips, hubo más de doscientos muertos y no menos de quinientos heridos. Pero el arsenal que los rebeldes habían capturado en el combate de la Curva del Zorro no fue recuperado.

El titular del diario Clarín del 9 de febrero de 1999 era espectacularmente triunfalista: “La guerrilla fue exterminada”. Los noticieros televisivos agotaron a los espectadores con interminables reportajes a los nuevos héroes que habían aniquilado el foco subversivo.


Sin embargo, el embajador Millar de los Estados Unidos transmitió al gobierno argentino su desagrado por la represión desatada. Los dioses Osiris, las supercomputadoras que vigilaban el mundo, pronosticaron un aumento cuantitativo de la violencia social.

Al cabo de un par de semanas del Operativo Honor, León Harfusch se convirtió en héroe popular. En el imaginario colectivo su figura pasó a ser una combinación ideal entre el Che Guevara y el general Perón. Las radios pirata que pululaban por todo el país comenzaron a transmitir programas de carácter francamente subversivo.

Fue como el despertar de un volcán. Un temblor bajo la superficie del inconsciente colectivo arrancó de sus hogares a millares de campesinos hambreados, obreros de la construcción, bandidos, desamparados, jóvenes sin futuro, analfabetos, mendigos. En cada casa, en cada escuela, en cada bar se declaraba un estado caótico de asamblea permanente.


Roger Philips escribió: “El principal enemigo de las instituciones democráticas no fueron los rebeldes o subversivos. Fue la solidaridad. Cuando se formaron las primeras cooperativas de consumo y de trabajo, cuando las radios clandestinas comenzaron a conectarse entre sí y la prensa subterránea funcionó como un correo social, cuando por las noches las puertas de las casas quedaron abiertas, el sistema comenzó a derrumbarse”.



Enrique Symns - “Invitación al abismo”